* Los (ab)usos y costumbres de los barones de la droga
* El ideal máximo: gozar a “plenitud” la vida, porque es muy breve
He estado desde el domingo en mi estancia, en mi datcha tuxtlense, coneja (a los tuxtlenses nos apodan los conejos porque Tuxtla deriva de la palabra náhuatl Tuchtlán, que en castellano quiere decir tierra de conejos, o casa de conejos), viviendo unas vacaciones espléndidas y ya me comprimí en mi memoria de infinitos gigas (perdón por la modestia: jajaja) la novela del colega Gustavo Bolívar Moreno, con un título que podría llamar la atención de la lascivia, de la lujuria, de los instintos primarios del ser humano, con una impresionante foto de una mujer desnuda, infinitamente artística y nada provocadora de imágenes sexuales baratas. Leí el relato, que aunque es novelesco, retrata la vida y obras de ese inframundo tragicómico de los cartelotes, cárteles y cartelitos de la droga, cuyo leitmotiv es la participación de mujeres sin cerebro en el negocio de la prostitución de primer mundo, de "lujo", trasegado en miles y hasta en cientos de miles de dólares estadounidenses.
Me cuentan –no lo sé de cierto, como dice el gran Jaime Sabines– que han producido ya telenovelas y obras teatrales con el argumento de "Sin tetas no hay paraíso", tanto en América como en Europa, explotando más que el tema central de la novela, el título atractivo para los consumidores de imágenes bonitas de la televisión, que queriendo no queriendo redime, promueve, impulsa el crimen, la violencia, los excesos alcohólicos y la satisfacción de los instintos primarios del hombre y de la mujer y sobre todo el consumo de todo lo más estúpido que puede ofrecerse en los mercados de la moda, de los perfumes y sustancias hechas a base de cebo de cerdo, y tantos productos que sólo sirven para enriquecer a sus fabricantes y, aunque usted no lo crea, impulsa (la TV) el consumo de estupefacientes, con los mentados mensajes subliminales.
Pero "Sin tetas no hay paraíso" narra magistralmente la experiencia de las mujeres que buscan el dinero fácil, el harto; el poder, el prestigio en los submundos y -oh, increíble-, en la caja idiota de la tele, en las pasarelas de la moda y la vida muelle que les da intercambiar su cuerpo, sus caricias, sus labios y la vagina con un "caballero educado, cortés, buen hombre", con montañas de dinero sin contar en las habitaciones de las impresionantes fincas colombianas o mexicanas, y en suculentos entierros de billetes verdes por si acaso. El precio es lo de menos. Los manes, como les dicen en Colombia a los jefes del narco, no reparan en minucias y con tal de gozar de una bacanal de miedo, de lujo –infinitamente chévere, como dicen en algunos países sudamericanos– no reparan en el precio que tienen que pagar por un intercambio sexual. Los dólares o los pesos sólo son un medio de pago, como en la economía formal, más para gozar de los placeres más sofisticados que da el polvo blanco de la coca, que tienen que sembrar, cosechar y comercializar los campesinos de los altos de Bolivia para sobrevivir.
Esa otra cara del narco. El uso de las ganancias de un embarque atascado de toneladas de cocaína hacia las costas mexicanas y estadounidenses, o el trasiego que realizan los comercializadores mexicanos hacia el territorio allende El Bravo, el país que se lleva el palmarés de ser el mayor consumidor de estupefacientes en el mundo, pero siguiendo la ley del embudo obliga a México y a Colombia a madrearse con los ejércitos de sicarios, mercenarios que mantienen los cárteles para defenderse y para controlar sus territorios y que son como aquellos duendecillos llamados Pitufos, salidos de la imaginación del genial Peyo, que se reproducen como hongos, o como la cabeza de la Hidra.
"Sin tetas no hay paraíso" retrata a esa legión de mujeres que en cualquier parte del mundo vienen de las barriadas, de las ciudades perdidas mexicanas, de las favelas brasileñas, de los barrios bajos colombianos, decididas a llegar a ser todopoderosas y no reparan en nada, inclusive en el asesinato, para lograr sus objetivos y llegar a brillar en el mundo de las revistas del corazón, de socialité, en la televisión, en las pasarelas, en las alfombras rojas pero, como a los "caballeros", a los "barones" de pantalón vaquero o de cuello blanco no apetecen un cuerpo de pecho plano, se van con el primer "cirujano" que encuentran para que les implante gel de silicona en el cuerpo para verse despampanantes, inclusive como presentadoras de televisión, o personajes de telenovelas, y ganar ganancias estratosféricas para darse una vida suprema, de lujo, pero que generalmente –como son de cabeza hueca– terminan su vida o asesinadas, o encarceladas o en la más espantosa miseria, a edad temprana, o quedan desamparadas cuando la DEA, o la Interpol, o las policías locales, generalmente gracias a un "pitazo" de un narco resentido con algunos de sus compinches o con sus competidores, o algún testigo protegido, logran concretar una redada de capitos, porque los peces gordos son los intocables.
Leer "Sin tetas no hay paraíso" es obviamente más aleccionador que sentarse frente a la caja idiota a contemplar las estupideces de un productor mercantilista. El libro, y no recibo ningún pago por informarlo, está editado por Grijalbo y en su portada magistral lleva impresa la leyenda: "Catalina nunca imaginó que la prosperidad y la felicidad de las niñas de su generación estaban condicionadas por la talla de su brasiere". Y eso que Catalina contaba 14 años cuando hizo la inversión de su vida: entregar su cuerpo a tres gañanes que, burlando la mirada del jefe, la violaron los tres en una lujosa caballeriza, con luz solar artificial y aire acondicionado.
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