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No. 162 Jueves 27 de Noviembre de 2008

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Toda comunidad humana ha producido su utopía. Sea a nivel civilización, estado, nación o etnia, ubica en un momento de su pasado o proyecta en un momento indefinible del futuro lo que para algunos es la Arcadia y para otros su Edad de Oro, un mundo feliz en el que reina la paz, la estabilidad, los problemas de subsistencia material, sea cual sea su especificidad, han dejado de serlo, y están dadas las condiciones para el cultivo permanente de la espiritualidad.

Si el paraíso se ha perdido, quedó en el pasado, pero persiste la nostalgia y el afán de recuperarlo, confiando en que la historia transcurre por ciclos, que lo que se fue puede volver, y si no se ha alcanzado, si se ubica en el futuro, en este caso la persistencia de las bondades que se vislumbran actúan como el impulso más eficaz para hacer realidad la utopía, darle el lugar que por definición no  tiene.

Es capacidad distintiva del ser humano el soñar despierto, el anticipar de manera ideal, proyectar, en el estricto sentido de la palabra, aquello que desea y espera llevar a la concreción. Ya Julio Verne ha dado ejemplo de que los sueños de ayer son las realidades de hoy, y Heráclito de Éfeso, en el siglo V antes de nuestra era, incidió sobre el tema sentenciando  con mucho realismo: “Para los hombres no es mejor que se realice todo cuanto quieren” y como es obvio, a él tampoco le faltaba visión ni razón.

Por fortuna, la tarea de trasladar el cielo a la tierra es, obligadamente gradual, se puede estar cerca o lejos de la grandiosa meta, no conformarse con lo obtenido, pero sí disfrutar a plenitud esa etapa intermedia, tratar de conservarla a como dé lugar, y agotada, lamentar su paso fugaz.

Algo parecido es lo que vive el ciudadano de clase media de este país, al que le tocó en suerte vivir entre los años 40 y fines de los setentas la emergencia y el esplendor del “Milagro Mexicano”, menos conocido como  “desarrollo estabilizador” y todavía menos como “el modelo económico de sustitución de importaciones”.

No vivimos en Jauja, pero sí lo creímos, o se nos hizo creer, y los indicadores permiten alentar la nostalgia. Un vistazo a vuelo de pájaro permite columbrar el porqué del bienestar: un crecimiento promedio del 6% del PIB, la paridad cambiaria de un dólar por 12.50, un modelo educativo orientado a ilustrar a las clases medias y posibilitar su inserción en el mercado de trabajo generado por el proceso de industrialización, abiertas posibilidades de promoción y movilidad social; y por supuesto, la sólida hegemonía priísta, -guardián y sustento de todas las bondades-, asentada en el autoritarismo presidencial y amalgamada con la ideología de la revolución mexicana.

A cambio de todos los dones, el régimen post-revolucionario sólo pidió y obtuvo lealtad política, hasta que las bondades del “Milagro Mexicano” se agotaron, como producto de su misma dinámica. 1968, 1976, 1982 y 1985, son fechas que fueron marcando el pleno declive de esa pretendida época de oro.

Hoy vivimos en un país totalmente distinto y diferente y el mundo es otro. Agotado el modelo de sustitución de importaciones no se ha logrado implantar otro que iguale, mucho menos mejore, los beneficios que proporcionó; el neoliberalismo y la globalización que nos han lanzado a competir con el mundo en condiciones de plena desigualdad, derruyeron la hegemonía priísta y la ciudadanía escatima su consenso y un corolario con carácter de imperativo categórico aparece: no se puede seguir viviendo con instituciones, creencias, actitudes y hábitos de los tiempos de los años cuarentas a setentas.

Les sobra razón a quienes día con día hacen ver el atraso, la ineficiencia, lo anacrónico del sistema educativo mexicano. No se puede negar que la política educativa de los regímenes de la revolución, fue de alta pertinencia y de casi total adecuación al modelo económico y de país que se intentó construir, como tampoco se puede cerrar los ojos y negarse a aceptar que hay creencias, actitudes, normas, costumbres, instituciones corporativizadas que se resisten al cambio; que mediatizan y nulifican a través de las burocracias educativas y sindicales los intentos de modernizar el sistema educativo mexicano, entendido ello como el adecuado a las realidades del siglo XXI. Para muestra, están  ahí los avatares de  la Alianza para la Calidad de la Educación.

Entre los años gloriosos del “milagro mexicano” y la primera década del siglo XXI media un abismo; el mundo globalizado es hoy una sociedad post-industrial que puede ser identificada con la que ha hecho de la innovación permanente, de la creación al infinito de valor agregado la actividad económica por excelencia que demanda, como es obvio, una educación acorde a las novísimas necesidades de un mundo que es radicalmente otro y tenemos que empezar por reconocerlo y asumirlo.
Para no refocilarnos en los rezagos, tanto ancestrales como actuales que vive el país se requieren, no remedios de corta vigencia, se requiere una revolución, ya no armada, sino educativa, y para no caer en exageraciones, tomarle la palabra a Edgar Morin, quien  se pronuncia  por “reformar la educación, la enseñanza, el pensamiento”, lo que obliga a derribar todos los obstáculos que lo impiden, pero sobre todo, contar con la disposición y el ánimo  de hacerlo.

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