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LA MONTAÑA MÁGICA
Andrés Vela

Según Sergio Pitol, La Montaña Mágica -novela emblemática del escritor alemán Thomas Mann- es “la más dura prueba para el espíritu; la cámara exacta para retratar una mentalidad”. Señala Pitol que los más limitados serán aquellos que se acerquen al libro con una devoción “sacerdotal”, ya que si bien la obra abunda en ideas, también es cierto que dichas ideas están sometidas a un manejo sardónicamente crítico.
Bajo esta premisa, lo más fácil es llegar predispuesto a encontrar metáforas llenas de ironía; parodias en todo detalle, tanto en la descripción de personajes como en situaciones y lugares…Más allá de volvernos exegetas del simbolismo de Mann, aterricemos nuestra atención en Naptha y Settembrini, personajes sin duda centrales para nuestro análisis.
Según Italo Calvino, en La Montaña Mágica se encuentran ya los principales temas que han de convertirse en discusión ideológica durante el siglo XX,  dicha discusión se encuentra bien representada en las tantas discusiones que se generan entre Naphta y Settembrini, y que de alguna manera es una sola discusión que discurre por casi seiscientas hojas y que más o menos resume un esquema de posturas: el francmasón demócrata que es Settembrini, por un lado, y el judío converso Naphta, quienes se disputan la dirección intelectual de Hans Castorp, personaje principal.
Settembrini es italiano, humanista y partidario de la República Universal. Naphta, en cambio, está hecho de un sincretismo bastante complejo: judío no sólo converso al catolicismo, sino apostata de su fe a pesar de ser hijo de un Rabino; jesuita con un pensamiento heterogéneo bastante permeado de comunismo, sin embargo, el debate nunca llega a ser una verdadera confrontación de ideas, es decir, nunca es el choque de dos posturas radicalmente irreconciliables: se pelean la tutela del joven Castorp: su simpatía: una cuestión, en realidad, visceral.
Al respecto, escribe Milan Kundera que dicho debate en realidad llega al ridículo de que los argumentos de uno y del otro son retomados por ambos a conveniencia, al grado que ambos bandos podrían ser intercambiables, y es en ese punto donde ocurre lo absurdo: el impulso pedagógico los lleva un duelo a muerte cuyo desenlace es igualmente una estampa de insensatez. No podría haber mejor ejemplo del tratamiento paródico que el novelista alemán da a la realidad, recurso gracias al cual se vuelve un profeta de las querellas intelectuales del siglo XX, a menudo derivadas en situaciones absurdas.
Lejos de Mann, el apolítico, hacer una defensa de un nihilismo cuya desconfianza en el hombre conduzca al quietismo y anonimato, esto es: simplemente un retrato, pero de tan profundo, un retrato que confronta su época. La lucidez de Mann lo lleva a prever, cual espiritista consagrado, acontecimientos decisivos en los años que sigue a la publicación de La Montaña (1924), pero que serán igualmente decisivos para el curso de la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI. A partir del capítulo El Gran Embrutecimiento, Mann va describiendo el perfil de esa enfermedad (no necesariamente física) que envuelve el microcosmos de Hans Castorp, que conduce a la irritación estúpida y que terminara por atrapar a los dos antagonistas, Naphta y Settembrini, llevándolos al embrutecimiento de su retórica conforme desgasta su inteligencia en una atrofia lenta e imperceptible.
Pero volvamos al punto que señala Kundera: a pesar de su erudición, nunca hay un debate real; no obstante su vocación de pedagogos, no los conduce una sincera confrontación de ideas. Lo esencial es que el debate lo genera, o mejor dicho, lo atiza, la vehemencia de imponer un argumento, ya sea conservador, progresista, radical o heterogéneo, lo suficiente para no verse en la situación de reconsiderar una postura sumida.
Pero ambos personajes ostentan una solemnidad ingenua, contrario a la realidad: las discusiones que concretaron la historia en el siglo XX, en su mayoría, tuvieron la mascarada del debate para terminar como meras escaramuzas de la demagogia, arrastrando con ello el futuro democrático o represor de las naciones. De ahí que Mann no tuviera mejor herramienta que la paradoja y el escarnio para representar ese discurrir del pensamiento político.
En nuestro país, esa incesante voluntad de cambio y cambio de voluntad en la demagogia política parece cristalizarse con las alianzas partidistas, que derraman chorros de tinta en un país que no va más allá del discurso: un país de discursos. Si el método de Mann no termina por confrontarnos con la época que nos tocó vivir y nos lleva a tomar acciones concretas, quedará por lo menos su lucidez, para terminar parodiándonos en este remedo de democracia.

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