JUEGO DE OJOS
MEDIOS Y SOCIEDAD
Miguel Ángel Sánchez de Armas
En Opinión Pública, estudio aparecido en 1922, Walter Lippmann sostiene que cada individuo construye una realidad en la que se siente seguro, pues como especie somos criaturas no sólo de razón, sino de emociones, hábitos y prejuicios. A esto le llamó el pseudoambiente, que se construye a partir de informaciones y datos que se asimilan de otras personas, del cine, de los periódicos, de los libros y de obras diversas, para conformar un sistema de creencias y valores. Así, sin un conocimiento personal de los acontecimientos, los integrantes de una audiencia contrastan las informaciones que les sirven los medios y asimilan aquellas que no entran en conflicto con los valores y creencias de su pseudoambiente.
Lippmann llegó a la conclusión de que la cultura impone estereotipos que los individuos asimilan puesto que dan seguridad en un mundo que de otra manera sería amenazante. Y de ahí dedujo que en lo que respecta al proceso de toma de decisiones, estos estereotipos determinan nuestro juicio del mundo, de tal suerte que las percepciones del ciudadano medio sobre los hechos que afectan a la sociedad pueden en realidad ser verdades a medias, y lo que este individuo cree datos duros no ser más que juicios que pasan por el tamiz de sus estereotipos y prejuicios, lo que explicaría que mientras que casi todos están dispuestos a aceptar que hay más de un punto de vista ante ciertos asuntos, casi nadie piensa que haya dos versiones de lo que él o ella asumen como la realidad.
Una de las funciones de los medios consiste en socializar a las audiencias para que acepten la legitimidad del sistema político y conducirlos a aceptar los valores sociales predominantes, dirigir sus opiniones para que no socaven sino que apoyen las metas oficiales de política interior y exterior, y disuadirlos de una participación activa en política mediante la persuasión de que ésta, la política, es el terreno de especialistas y líderes “comprometidos con el bien común”.
En este contexto, los medios operan cual correas transmisoras de los valores del establishment para profundizar la creencia compartida de que el sistema político es bueno para la sociedad y que las instituciones gobernantes y los funcionarios ocupan y ejercen correctamente el poder. La socialización política es el proceso por el cual los miembros de la sociedad adquieren normas, actitudes, valores y creencias políticas.
En esta labor de pedagogía política el uso de los símbolos es imprescindible. Los símbolos permiten lograr la unidad y la flexibilidad del electorado alrededor de una propuesta sin el requisito necesario del consenso. La lucha entre las “fuerzas del bien” y las “fuerzas del mal”, nosotros y ellos, la democracia y la dictadura, se encauza mediante símbolos que sean fácilmente reconocibles y digeridos por las masas. Esto lo vemos demostrado durante el episodio de la expropiación petrolera en 1938, cuando incluso los más desposeídos sintieron que se había arrancado de manos del opresor yanqui la riqueza propiedad de todos los mexicanos.
Al mantener en la conciencia colectiva ciertos temas, los medios les dan vigencia y orientan la discusión y la reflexión del electorado. Pero esta socialización funciona en dos sentidos y está vinculada al conjunto de valores, creencias y prejuicios de las audiencias.
Michels planteó que la prensa no puede ejercer una influencia inmediata sobre la audiencia, como la que sí tienen los agitadores populares. En compensación, no obstante, el círculo de influencia de la palabra escrita es mucho más amplio. La prensa puede ser eficaz para influir en la opinión pública mediante el culto de una “sensación”.
El término propaganda en su connotación de comunicación política aparece por primera vez en un diccionario en Francia en 1740. Su origen está en la constitución de la “Sacra Congregatio de Propaganda Fide” instituida en una bula del papa Gregorio XV en 1622 como instrumento de la Contrarreforma para ocuparse de la propagación del catolicismo en tierras no convertidas. Lo mismo que el concepto de “opinión pública”, no hay una definición única para “propaganda”, término que en la sociedad contemporánea conlleva un tinte de perversidad. Propaganda, han dicho algunos teóricos, es una buena palabra con muy mala suerte. En el imaginario colectivo la propaganda suele asociarse a mecanismos de control, al “lavado de cerebro” tan en boga durante la guerra fría, a sutiles mecanismos concebidos para conducir a las masas por el sendero de la ideología oficial del Estado e inocularles valores “nacionales”, ideológicos, raciales o de trascendencia, como el “destino manifiesto” norteamericano, la supremacía de la raza aria del nacionalsocialismo alemán o “el petróleo es nuestro” de México. Hay quienes sugieren que la propaganda es “un cáncer en el cuerpo de la política que manipula nuestra mente y acciones y que debe ser evitada a cualquier precio”.
La propaganda, pues, es una herramienta de la comunicación que sirve para determinar la actitud y conducta de un cuerpo social y para apoderarse del espíritu de los hombres y conquistar sus convicciones. Sus raíces están en el inicio mismo de la humanidad: difícilmente se encontraría una sociedad en donde el grupo dirigente (llámese directorio, senado, triunvirato, consejo de ancianos, dictadura, satrapía, teocracia o jefatura de la tribu) no se haya empeñado en conducir a los individuos bajo su mando por el sendero de sus propias creencias, principios e intereses. Los grandes generales se han valido siempre de la propaganda: Alejandro, Aníbal, César, Cortés, sabían muy bien de su poder. Napoleón fue un genio de la propaganda. Hitler estaba obsesionado por la importancia de la propaganda y admiraba profundamente el desempeño de los aliados en este campo, particularmente el británico, al que consideraba un modelo a seguir.
Herodoto, el “padre de la historia”, ha sido descrito como agente a sueldo del Estado ateniense. Octavio y Marco Antonio fueron maestros en la manipulación de las masas romanas. Durante las cruzadas, papas y líderes religiosos emplearon una variedad de tácticas de promoción destinadas a lograr el apoyo del pueblo. Se dice que el papa venció en la lucha entre los Güelfos y los Gibelinos por haber hecho un uso más efectivo de las técnicas que ahora llamaríamos propaganda. El rey Felipe de España y la reina Isabel de Inglaterra emplearon la propaganda para minar las creencias básicas de los partidarios de sus opositores.
A diferencia de otras formas de persuasión, la propaganda recurre preferentemente a estereotipos, potencia los elementos emotivos, busca crear en la masa un sentido de comunión y hermandad y pone el acento en los enemigos comunes, en la decadencia de las costumbres ajenas y en la inferioridad de los valores de los otros. La propaganda es una herramienta de desinformación y censura que emplea la metodología de la retórica para convencer a sus destinatarios. En el sentido político del término, se desarrolló fundamentalmente en el siglo XX con la sociología moderna y la consolidación de la sociedad de masas. Su meta no es la verdad, sino el convencimiento; pretende orientar la opinión general, no informarla. Debido a esto, la información transmitida es a menudo presentada con una alta carga emocional que apela a la afectividad, en especial a sentimientos patrióticos, y se monta en argumentos emocionales más que racionales.
Además de herramientas sociológicas y conceptuales, cierto tipo de propaganda necesita líderes de carne y hueso, con nombre y apellido. El líder tiene un estilo peculiar y debe poseer una gran capacidad de sintonía con la masa. En los populismos de todo signo encontramos esta condición.
Un líder carismático o populista es por definición un gran comunicador. Otro rasgo de los líderes populistas es una capacidad innata para sintonizar(se) a la masa. “El hombre promedio, y con mayor certeza las masas, sucumben casi infaliblemente al poder de la palabra, sin preocuparse por la verdad inherente de la misma”, escribe Hadamovsky en el único texto teórico de gran extensión conocido sobre la doctrina de la propaganda nazi. Bytwerk, por su parte, sostiene que el nacionalsocialismo fue “el más prolífico movimiento retórico del siglo XX”.
Según Goebbels, una buena propaganda no tiene necesidad de mentir, y más aún, no debe mentir. La propaganda no tiene ninguna razón para temer a la verdad. Es un error creer que el pueblo no puede soportar la verdad: se trata de explicar al pueblo la verdad de una manera tal que se comprenda. La propaganda que se sirve de una mentira, prueba por eso que lucha por una mala causa. No podrá triunfar a la larga. A mayor abundancia, si se examinan las causalidades íntimas de la propaganda se llegará a la conclusión de que el propagandista debe ser un hombre profundamente conocedor del alma humana pues no es posible convencer a una sola persona de nada a menos que se conozca el alma de esa persona, a menos que se comprenda cuáles cuerdas se deben tocar en el arpa de su alma. Es una equivocación suponer que la propaganda funciona siempre a partir de la mentira y la falsedad, pues de hecho opera en varios niveles de verdad, desde la mentira monda y lironda hasta las mentiras a medias y las verdades fuera de contexto.
El uso de la mentira en el mundo de la comunicación está muy bien estudiado, y no sólo respecto a la propaganda política sino también en el mundo de la publicidad comercial, donde la desinformación, a pesar de las limitaciones legales en todos los países, está a la orden del día. En él la mentira no toma la forma de burdas fantasías increíbles, sino que habitualmente sigue caminos bien sutiles en manos de los especialistas. Y si alguna vez percibimos sus técnicas, debemos concluir que van dirigidas a un público, a una audiencia, para la que esas fantasías no serán tan increíbles.
Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.
juegodeojos@gmail.com
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