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Casino sin destino
Luis Miguel Rionda
León, Guanajuato.- La masacre que victimó al menos a 52 personas en el Casino Royale de Monterrey, viene a agregar una nueva flor de muerte al enorme bouquet macabro que se ha acumulado en estos cinco años de guerra cruenta. Los delincuentes organizados en México terminaron de abandonar la “buena imagen” social que años antes habían procurado y cultivado: la imagen del benefactor comunitario, de Chucho el Roto, que ayuda a los pobres y combate a los ricos y poderosos. Los cárteles regionales se mantuvieron durante mucho tiempo con bajo perfil, con relaciones bien aceitadas con las autoridades y una buena imagen social, que se reflejaba en los narcocorridos e incluso en largometrajes fílmicos.
Con la guerra iniciada en 2006 se desató el infierno. Como no se definió una estrategia bélica y policial que se orientara mediante un esfuerzo previo y profundo de inteligencia e infiltración al crimen, sencillamente se soltaron los mastines sobre Michoacán, Baja California, Chihuahua, Nuevo León y Tamaulipas, que sólo enfurecieron a las mafias. Los malosos confrontaron el reto del Estado, y también aprovecharon el desconcierto generalizado para atacarse los unos a los otros. El resultado ha sido una guerra donde ya no está claro quién combate a quién, pero eso sí: la sociedad quedó atrapada en el fuego cruzado.
La crueldad y el terror son los nuevos elementos que han adoptado los grupos criminales. Desde la revolución de 1910-1920, en México no conocíamos las ejecuciones masivas, los cadáveres colgados o desmembrados, las extorsiones abiertas a empresarios y ciudadanos, los “levantones” y desapariciones de gentes inocentes, los carros-bomba y los granadazos… Eso lo oíamos en las noticias —al menos los de mi generación y las previas—, y sucedía en Beirut, en Colombia, en Vietnam, en Camboya, en España —con ETA—, en Irlanda —con el ERI— o en cualquier parte de la remota África o el lejanísimo Medio Oriente.
El terrorismo se ha asentado definitivamente en nuestro país. Ni siquiera la ciudad más desarrollada del país se ha librado, y le toca llorar a sus decenas de muertos inocentes. 52 personas, la mayoría señoras de edad, candorosamente aficionadas a apostar en juegos y maquinitas tragamonedas, han sido sacrificadas en el altar de los demonios de la mafia. Tal vez el dueño o dueños del casino se negaron a pagar la extorsión de algún cártel mafioso; tal vez no cubrieron la comisión correspondiente por lavarles el dinero; tal vez esto, tal vez aquello. Difícilmente los ciudadanos comunes sabremos la verdad que yace detrás de este ataque tan artero, desproporcionado e injusto.
Docenas de familias de Monterrey están de luto, con furia reprimida contra los criminales, pero también contra el Estado, que se ha evidenciado torpe, rebasado e incapaz. Más muertos que se suman a la adición macabra del sexenio, que se acerca ya a la cifra de soldados que perdieron los Estados Unidos en la cruenta guerra de Vietnam. Y todavía nuestros gobernantes dicen que no estamos en guerra…
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