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1450 15 Noviembre 2013

 

EL CRISTALAZO
Las otras manos en el petróleo
Rafael Cardona

Ciudad de México.- Reprodujimos ayer en este espacio las opiniones de algunos especialistas en torno de la reforma de la actividad energética. Llamamos la reforma babeliana. Pero a reserva de seguir con algunas otras opiniones de especialistas y dirigentes políticos, líderes sociales o especialistas de otras materias, vale la pena exponer un análisis poco divulgado.

Y digo poco divulgado porque a pesar de ser un texto ya viejo (1900, “La diplomacia”) en el cual Henry Kissinger describe el sueño americano por un nuevo orden internacional a partir de la libertad comercial como requisito para un mundo futuro, dominado (eso sí), por los Estados Unidos.

El gran primer paso “bushiano” para este sueño fue, obviamente, el Tratado de Libre Comercio entre México, Canadá y su país. Como todos sabemos de ese acuerdo (cuyos resultados por ahora no interesan mucho) quedaron fuera la migración y la energía. Es decir, la exportación de mano de obra mexicana y la inviolabilidad del petróleo.

Pero las limitaciones de la libertad comercial obviamente no impiden las ambiciones. A fin de cuentas el petróleo es una mercancía, como todos sus derivados, y está sujeto a leyes de oferta y demanda; se cambia por dinero y se le acumula valor mediante todos los procesos desde la extracción hasta la comercialización, ya sea como gasolina, petroquímicos, insumos agrícolas, industriales; combustibles o pinturas. Todo nuestro mundo, del látex de los condones a la envoltura de los medicamentos, proviene del petróleo.

Por eso, cuando se plantea la apertura del sector energético a las empresas cuyas abuelas fueron echadas de aquí hace 75 años, estas palabras tienen una resonancia especial:

“Subrayando las obligaciones recíprocas y la acción en cooperativa, el último y dramático objetivo, es la creación de una zona de libre comercio que llegue de Alaska al Cabio de Hornos, concepto que hasta hace poco tiempo se habría considerado irremediablemente utópico”.

“Un sistema de libre comercio de todo el continente (con el TLC como paso inicial), daría a las Américas un papel importante, ocurriese lo que ocurriese. Si en realidad prevalecen los principios de la Ronda Uruguay y del Acuerdo general Sobre Aranceles y Comercio (Gatt), negociada en 1993, el continente americano será participante vital en el desarrollo económico global”.

“Si llegan a a predominar agrupamientos regionales discriminatorios, el continente americano, con su vasto mercado podrá competir eficazmente con otros bloques regionales de comercio ; de hecho el TLC es el medio más eficaz para evitar esta pugna (es decir, para evitar las individualidades fuera del sentido global) o para prevalecer en ella si llegara a ocurrir”.

Aquí una pequeña digresión: el TLC se explica así como herramienta y amenaza. Marginarse de los principios de la Ronda Uruguay (antecedente del TLC) resultaría fácilmente corregible por el tratado mismo.

Pero sigamos con Kissinger:

“Al ofrecer la condición de miembros asociados a naciones que se encuentren fuera del continente americano y que estén dispuestas a observar sus principios (donde no cabe ni siquiera un asomo de nacionalismo) un extendido TLC podría crear incentivos para atenerse al libre comercio y castigar a las naciones que insistieren en aplicar unas reglas más restrictivas( como por ejemplo la Constitución Mexicana cuyo artículo 27 restringe la intervención abierta de las empresas privadas)”.

“En un mundo en que los Estados Unidos a menudo tienen que lograr un equilibrio entre sus valores y sus necesidades, han descubierto que sus ideales y sus objetivos geopolíticos, se funden considerablemente en el continente americano, donde se originaron sus aspiraciones y donde se aplicaron sus primeras grandes iniciativas de política exterior.”

En esas condiciones uno podría decir fácilmente; sí, pero esos eran los sueños de Bush (padre) y de ninguna manera representan los intereses ni los procedimientos de la actual política demócrata de los Estados Unidos lo cual es absolutamente falso. Los Estados Unidos son antes de cualquier otra cosa, un país de invariable aspiración imperial. Y la ambición hegemónica no cambia.

Podrá tener matices en el discurso y lograr cambios en su interior como lo prueban sus políticos recientes: Obama en la Casa Blanca; De Blasio en Nueva York, pero no hay un solo paso atrás en materia de seguridad nacional, como lo revelan las actuales escandaleras por el espionaje.

Los planteamientos presentados en las tres ofertas de reforma energética difieren en México nada más por los detalles en los casos del Partido Revolucionario Institucional y la defensa del nacionalismo quizá hereditario de los viejos rumores del México revolucionario. Hay quienes censuran esta actitud y la llaman peyorativamente “Teología del Petróleo”, y quizá lo sea.

Pero en algunos casos las naciones necesitan elementos teóricos y a veces hasta retóricos. Obviamente no van a sobrevivir ni con los símbolos ni sin ellos. Se va a superar el subdesarrollo mediante la intervención, pero no a través de la expoliación.

Y lo único notable en este sentido es lo tardío de cualquier reacción en este sentido pues la ola mundial está por encima de la tibia resurrección del nacionalismo. Y si no ocurre ahora ocurrirá después, pero el tsunami o el tifón de la globalización imperial no se va a detener.

Ni en México ni en el mundo.

 

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