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1450 15 Noviembre 2013

 

Kennedy el enemigo
Hugo L. del Río

Monterrey.- Tal vez algún día se sabrá la verdad. ¿Fue Lee Harvey Oswald el asesino de John Fitzgerald Kennedy, o cayó, víctima de una conspiración, el Presidente de Estados Unidos?

Kennedy tenía formidables enemigos: los ejércitos de racistas opuestos a que los afroamericanos tuvieran los mismos derechos civiles que los caucásicos; la mafia, que se sintió traicionada cuando la golpeó con rudeza el procurador Robert Kennedy, el mismo hombre quien les había pedido que asesinaran a Fidel Castro; un segmento de las fuerzas armadas aliado a los cubanos anticastristas, quienes fueron abandonados a su suerte en Bahía de Cochinos.
Había otros sectores militares que lo odiaban: quienes pretendieron forzarle la mano durante la crisis de los misiles en el 62: En varias bases balísticas, tanto de Estados Unidos como de la UniónSoviética, hubo oficiales y generales que pretendieron, de motu proprio, pulsar los botones. Se desataron verdaderos combates con muertos y heridos y, no es el menor mérito de Kennedy y Kruschev haberse impuesto, así haya sido usando el máximo rigor, contra los belicistas tercos en desatar la que hubiera sido la última de las guerras.
Otros altos mandos del Pentágono estaban irritados porque no era ningún secreto que JFK quería retirar de Vietnam a las tropas norteamericanas.
Él sabía que la Unión Americana no podía ganar esa guerra.
Lyndon Johnson lo ignoraba y convirtió a la división de 16 mil soldados estadunidenses en cuatro ejércitos con un total de medio millón de hombres.
Naturalmente, los fabricantes de armas tampoco querían que se pusiera fin a la guerra. Y el complejo industrial-militar, como lo describió Eisenhower, es poderoso y despiadado.
En general, el gran capital no quería a Kennedy. Sus políticas sociales para combatir la pobreza eran mal vistas por la plutocracia.
Especialmente amargas para la oligarquía fueron las medidas que dictó para cobrar mayores impuestos a los petroleros y la industria siderúrgica.
De Oregón a Texas, y de Maine a California, había miles de hombres que lo odiaban. Pero era en Dallas donde las brujas preparaban sus pócimas de muerte. Y, sin duda, el enemigo más peligroso estaba en casa:
J. Edgar Hoover, director del FBI. Fue el único alto funcionario que no presentó sus condolencias a la familia.

 

Lee Harvey Oswald era un hombrecito mediocre, amargado, nacido para fracasar. No pudo terminar la High School. Ingresó a la Infantería de Marina y a los dos años renunció. Se fue a la URSS y solicitó la ciudadanía: se la negaron. Entonces, acudió a la embajada de su país en Moscú para renunciar a sus derechos como ciudadano norteamericano. Entregó la solicitud en la ventanilla equivocada, y de lo demás se encargó la burocracia. Su matrimonio con Marina, ciudadana soviética, también fue un desastre. En algunos apuntes que se le atribuyen, declara su aborrecimiento al mundo, a la criatura humana y a todas las formas de gobierno, incluido el estilo soviético de capitalismo de Estado. Se decía marxista, pero ni en la URSS ni en EU lo tomaban en serio.
Eso sí, se ocupó de dejar huellas de todos sus pasos. Vino a la ciudad de México y entró varias veces a la embajada soviética, el viejo edificio de Tacubaya vigilado no sólo por la CIA y el FBI, sino por todas las agencias de espionaje del mundo. Y cuando le dieron la visa de residente, reaccionó como el pueblo judío cuando se abrieron las aguas del Mar Rojo.
Este hombre tan mediocre, casi analfabeto, que sólo pudo conseguir empleo subiendo y bajando cajas en el Depósito de Libros de Texto, ¿mató, con una carabina de veinte dólares, al presidente de Estados Unidos?

 

En Dallas, era difícil distinguir entre el conservador civilizado y dialogante y el fascista agresivo y altanero. Negros y mexicanos eran, naturalmente, la escoria de la tierra. Pero los judíos también eran víctimas del odio. Sus tiendas o despachos amanecían con suásticas burdamente pintadas.
El día que los Kennedy aterrizaron en Dallas, el diario más importante, el Dallas Morning News publicó un desplegado a plana entera en el que se “acusaba” a Kennedy de ser comunista. Y al tiempo que la caravana presidencial desfilaba por la ciudad, docenas de siniestros personas distribuyeron panfletos con la foto de Kennedy y esta leyenda: “Se busca por traición a la patria”.
En todo el territorio estadunidense, la religión católica de JFK era algo que se les atoraba en el gaznate a millones de fieles de otros credos. Pero quizás en ninguna ciudad levantó tanto resentimiento el culto del mandatario como en Dallas: “Remember The Alamo”, se gritaban una y otra vez. El catolicismo era la religión de sus despreciados enemigos: Los mexicanos.

 

En “La muerte de un Presidente”, William Manchester (escritor de los discursos de JFK) escribe que una profesora de Dallas invitaba a sus alumnos a escupir en la cara a Kennedy. El mismo autor recuerda que, el día del magnicidio, turbas de chicos de High School entraron a los restaurantes más lujosos de Dallas gritando: “Se cargaron a Kennedy”. Muchos de los comensales aplaudieron, brindaron con champaña, sonrieron a los jóvenes fascistas.
La noche del 22 de noviembre estaba programado un juego interescolar de futbol. Una minoría de personas conscientes pidieron que se suspendiera, en señal de luto.No les hicieron caso.
Una semana antes, el embajador norteamericano ante la ONU, Adlai Stevenson, fue agredido físicamente en un hotel de Dallas. Y el senador Sam Rayburn, al igual que muchas otras personas, le escribió a Kennedy para pedirle que no viajara a Dallas. Pero el presidente de origen irlandés, aunque estaba seguro de ganar la reelección, quería convencer a los texanos de que él era la mejor opción. Además, necesitaba unir a los demócratas del estado, tan divididos que el gobernador John Connally, líder de los conservadores, no se hablaba con el senador Ralph Yarborough, su contraparte liberal.
“Liberales y comunistas son la misma cosa”, decía otro de los volantes.
Las clases populares, gran parte de la clase media y los sectores ilustrados no comulgaban con estas ruedas de molino.
Al paso del convoy presidencial, se arracimaron los ciudadanos en filas hasta de seis o siete de fondo. Aplaudían, tomaban fotos. Era su presidente. No era un ángel, pero tampoco un demonio. Ellos votaron por él y lo volverían a hacer.
No fue posible.

 

Todos conocemos las versiones de la conspiración. Fueron, por lo menos, cuatro disparos, hechos desde diversos puntos. Los tiradores, si tal fue el caso, eran profesionales: los dos balazos que le incrustaron a Kennedy eran mortales.

 

“La bala que me hirió”, dijo después el gobernador Connally, era de un calibre diferente a las balas que mataron al Presidente”. ¿La conspiración? ¿Por eso dejaron entrar a la cárcel a Jack Ruby para que matara a Oswald? Pero, entonces, ¿por qué le respetaron la vida a Ruby? No era un hombre digno de confianza. Sin embargo, murió de cáncer varios años después sin revelar ningún secreto. “Hasta hace poco”, declaró en 1975 el entonces senador Richard S. Schweiker, “creí en las conclusiones de la Comisión Warren, en el sentido de que Lee Harvey Oswald fue el asesino solitario. Pero todos los eventos que han seguido me llevan a dudar de algunas de las afirmaciones de la comisión. Para mi, esto es como una enorme caldera que va a estallar”.
No estalló. Quizás algo tuvo que ver el hecho de que en un lapso relativamente corto docenas de testigos e investigadores murieron asesinados o “en circunstancias sospechosas”.

 

Vivimos en el imperio de la sombra, donde ni las personas ni las cosas son lo que parecen.

 

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