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Espiritual e imaginario

Abel Garza

abelCuando era niño mi madre siempre me repetía esta frase: “Una mente ociosa es taller de Satanás”. Entonces su consigna era mantenerme siempre ocupado; haciendo las tareas escolares, obligándome a que jugara a ser artista o encargándome de la disciplina de mis hermanos menores. La práctica del deporte era una prescripción que no podía faltar.
Fue por aquella época en que iniciaron mis meditaciones sobre la maldad. Descubrí por mí mismo el paralelismo entre los conceptos de pecado y delito. De alguna manera yo sabía que Dios está en todas partes; menos en el pecado, pues ése es el lugar vacío de Dios, la ausencia de Dios. Después descubrí que esa idea la había expresado el poeta Charles Baudelaire, quien a su vez la retomó del filósofo Joseph de Maistre. Y ya no me pareció una idea justa, es decir, verdadera.
Siempre he creído que hay algo extraño en la intelectualidad precoz: un niño con inclinación hacia lo espiritual tiene algo de monstruoso. Una madre preocupada por el paso del tiempo en sus hijos, conminándolos a aprovechar cada instante, los instiga a llevar una vita activa. Sí, el mundo de la acción; pero no de la acción ciega, sino dirigida hacia el aprendizaje. Sin saber, los vuelve secuaces de Benedetto di Norcia y suscribe su lema imperativo: Ora et labora.
El activismo dinámico al que me sometía mi madre no me impedía reflexionar, al contrario. Por las noches y en los ratos muertos, pensaba que si hay maldad entonces Dios es poroso, un queso gruyere enorme. Y eso no estaba bien. Mejor quería creer que el bien y el mal estaban juntos pero no fusionados: una gota de aceite en el agua, una suspensión. Pero esas respuestas no me dejaban satisfecho.
Una pesadilla recurrente me acosaba: soñaba una caja de vidrio, una especie de escaparate, en el que estaban encerrados el bien y el mal. Yo, de manera consciente, decidía abrir la compuerta. Despertaba angustiado y exhausto. Faltaba mucho para que leyera a Nietzsche y sus meditaciones más allá del bien y del mal, o su teoría de la transmutación de los valores. Tan sólo era un niño obsesionado con el movimiento: diversión, juego, ejercicio físico y deberes escolares.
Deducía que el descanso era malo, porque la acumulación de energía siempre tenía consecuencias nefastas. Y entonces creía en los beneficios de la enajenación por el trabajo, algo así como lo que expresa un proverbio de William Blake: “La abeja laboriosa no tiene tiempo para la tristeza”. O de nuevo Baudelaire, exhortándonos: “Trabajemos, trabajemos pues es menos aburrido que divertirse”. Por lo tanto, la divisa era mantenerse ocupado, entretenido, para no hacer maldades y para ser feliz, para no pensar.

luzbelfenix@hotmail.com

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