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VIAJE A JAPÓN
Abraham Nuncio

nuncioTenía doce años, y en la escuela llevaba la materia de Geografía Universal. Localicé el Japón en el mapa de mi libro. Aún así, Raúl, mi compañero de viaje que tenía catorce, y yo batallamos para saber en qué dirección quedaba Japón y por dónde debíamos salir de la ciudad de México para dirigirnos a la tierra del Fuji Yama, como lo llama José Luis Muñoz, a quien apodamos El Pantera. Lo admiramos no sólo por lo aventado que es con las niñas y porque escupe con estilo y precisión, sino porque emplea palabras que los demás desconocemos.
No había yo leído aún Los viajes de Marco Polo ni Las aventuras de Huckle Berry Finn; tampoco Moby Dick ni El viejo y el mar. Pero sí La isla misteriosa –más aún, había visto la película–, Los viajes de Gulliver, La isla del tesoro y muchas de las novelas de Emilio Salgari.
En La Taxqueña, así se llama nuestra granja, hay caballos y vacas. Beben agua en una pila. Allí tenemos mis hermanos y yo una balsa hecha de tres pedazos de viga y unos travesaños, sujeta con los alambres de las pacas de forraje para los animales. En ella nos desplazamos a donde queremos: el Caribe o el Mar de Ceilán. Yo soy el Corsario Negro o Sandokan y me enfrento al mar y a mis enemigos con mi espada o con mi yatagán de mentiras. A Mompracén; a las Islas Tortuga, grito al zarpar.
Un día leí La perla de Manila, una de las novelas de Salgari donde había sampanes, sables cortos y una historia de amor con una protagonista de apenas dieciséis años. Eso no me gustó, que fuera tan joven. Las Filipinas, si bien se ve en el mapa, quedan cerca de Japón. Y las japonesas, al igual que las chinas, lo tienen atravesado. Nos lo dijo Carlos, el chofer que maneja el camión de redilas y la camioneta de La Taxqueña. Había sido trailero y sabía todo acerca de las mujeres. Razón de más para ir a Japón.
Raúl y yo decidimos que nos embarcaríamos como polizones una vez que llegáramos a Acapulco en uno de los barcos mercantes que iban para Japón. Lo teníamos todo planeado: si éramos descubiertos no nos iban a echar al mar, sino a convertir en las mascotas de la tripulación. Si mal nos iba, tendríamos que trabajar de grumetes. Pero eso qué importaba.
Lo malo es que el autobús que tomamos nos dejaba sólo hasta los estudios C.L.A.S.A. Del uno cincuenta con que habíamos salido ya sólo teníamos un peso. Y todavía estábamos en la ciudad. La salida, para tomar la carretera que va a Cuernavaca, quedaba lejos y los tranvías nada más llegan hasta Huipulco. Era cansado caminar tanto con la doble muda que llevábamos puesta. Tuvimos que pedir un aventón. No tardó mucho en pararse un camión con su carga de alfalfa. El machetero se bajó y nos dijo que si queríamos nos llevaban, pero arriba. Arriba quería decir encima de la enorme cama verde y fresca de alfalfa. Nosotros aceptamos felices. Ellos iban para Tlalpan y nos podían dejar en la carretera. Nos bajamos y a pedir aventón de nuevo.
Un señor que iba con su familia a Cuernavaca se paró y nos invitó a subir a su guayín. Había lugar para nosotros. Nos preguntó que a dónde íbamos y qué andábamos haciendo. El que daba las respuestas era yo y Raúl el que movía la cabeza: sí o no, según el sentido de lo que yo contestara. Yo acompañaba a mi mamá a escuchar sus radionovelas y además era bueno para inventar historias o para repetir las que ella me contaba. La familia nos escuchaba con atención. Raúl era huérfano de padre y madre (ambos habían muerto ahogados al hundirse el barco en que viajaban a Europa) y era víctima de una abuela cruel que lo trataba peor que a Cenicienta su madrastra: lo hacía trabajar desde las cuatro de la mañana y sin descanso hasta que perdía el conocimiento por la falta de alimento. Una vez, cuando sentía morirse de hambre, despertó en la noche, se comió media tablilla de chocolate, su abuela se dio cuenta, él se escondió temblando de miedo en el ropero, pero la mala mujer lo descubrió y le impuso un terrible castigo: lo obligó a pasar la noche hincado a los pies de su cama y con los brazos en cruz. Al menor intento de moverse, ella con un chicote de cuero mojado, le soltaba tremendo latigazo. Se negaba, además, a enviarlo a la escuela. Y Raúl lo que quería era estudiar. Yo también quería, pero no podía teniendo, como tenía, un malvado padrastro que no me dejaba. Apenas me veía con un libro e iba por una gruesa varilla con la que me golpeaba. ¿No teníamos razón para huir de casa? Íbamos a donde pudiéramos trabajar y estudiar. Y sabíamos que Acapulco era un buen lugar para ello.
El señor creyó la historia que le conté a él y a su familia. Se veía que era muy bueno. Al dejarnos en Cuernavaca nos dio cinco pesos. Un dineral. Así que nos compramos unas tortas de jamón, queso y aguacate y dos enormes refrescos Lulú de frambuesa, que era nuestro sabor preferido.
Una carreta nos dio un aventón y nos llevó como cinco kilómetros adelante de Cuernavaca. Pero Chilpancingo, a donde queríamos llegar antes de que anocheciera, todavía quedaba muy lejos. Claro que eso no nos importó cuando llegamos al río Amacuzac donde había una roca desde la que Raúl se tiró varios clavados. Era muy bueno para nadar. Había aprendido en Yucatán; de allá era su familia.
Después de varios aventones llegamos a Iguala. Quisimos seguir adelante. Pero los ruidos de la floresta nos hicieron sentir miedo. Lobos, jaguares, panteras, lechuzas. Sin pensarlo dos veces paramos al primer autobús que venía. El cobrador nos preguntó que a dónde íbamos. A Chilpancingo, contestamos. Son siete pesos, nos dijo. Teníamos dos cincuenta. Nos alcanzaba para llegar hasta un pueblo llamado El Chabelito. Bueno, dijimos. Y nos dormimos. Lo bueno es que el autobús se descompuso y nosotros nos despertamos para saber qué pasaba. No lo pensamos, pero sentimos que aquella era nuestra oportunidad. Y nos acomedimos a alumbrarles al chofer y el cobrador con la Coleman, a pasarles las llaves españolas, el perico*, los desarmadores. Después de más de una hora lograron que el autobús arrancara. Ya no pudimos dormir, pero cuando el cobrador gritó El Chaelitu nos hicimos los dormidos. Déjalos, dijo el chofer. Ahora sí nos volvimos a quedar dormidos. Despertamos en Chilpancingo. Era de madrugada.
No sabíamos qué hacer hasta que vimos a unos muchachos cargando un camión con juguetes de hojalata. Otra oportunidad. Y sin decir nada empezamos a ayudarlos. Nos dejaron, también sin decir nada. Cuando terminamos de cargar el camión, el chofer nos dio ochenta centavos. Teníamos mucha hambre. Afuera de la terminal de autobuses una señora vendía unos tacos dorados de papa y té de hojas de naranjo. Un señor de sombrero grande que estaba allí nos pagó los tacos y el té. Y nos dijo que podíamos descansar en su casa mientras veíamos la forma de continuar nuestro camino. Echó a caminar y nos hizo seña de que lo siguiéramos. Yo pensé: qué señor tan buena gente. Pero Raúl, al primer descuido, me jaló y al segundo siguiente ya estábamos corriendo. Yo no entendía por qué, pero luego él me explicó: tiene cara de mañoso. Y Raúl sabía más cosas que yo, empezando porque ya había estado con mujeres, aunque todavía no con ninguna china o japonesa.
Pronto amaneció. Un camión que llevaba trabajadores a bachear la carretera nos levantó y logramos avanzar como unos veinte kilómetros. Llegamos al pueblo de El Ocotito. Teníamos mucha mucha hambre. Nos encontramos a una señora que hacía tortillas. Le dijimos que si nos vendía algunas. Siéntense muchachos, miren, aquí tengo frijolitos negros recién hechos, nos dijo. Y aquí hay café por si gustan. Las tortillas con frijoles y el café nos supieron más sabrosas que las tortas de Cuernavaca. A mi mamá le gusta el café; a mí no me gustaba pues en la granja mis hermanos y yo sólo bebemos leche. Desde ese día el café me sabe rico.
Cuando pasamos por Tierra Caliente sentimos que Acapulco estaba cerca. Y fue cierto. Pronto el mar aparecía a nuestra disposición. Todo ese día, después de andar por los muelles y ver que no había ningún barco mercante con bandera japonesa, lo pasamos nadando en una playa cerca del hotel María Isabel. Nos olvidamos que sólo teníamos veinte centavos de los ochenta que nos pagaron en Chilpancingo. La señora de El Ocotito no nos había cobrado, pero habíamos comprado unos refrescos. De pronto nos quitó el hambre la luz de una linterna. Era el policía del María Isabel. Qué andábamos haciendo, nos preguntó. Nada, contestó Raúl. Sí, nada, dije yo. Nos llevó como sospechosos a una de las salas del hotel. Pasaron como dos horas. Al cabo regresó y dijo que nos podíamos ir, pero que no podíamos andar por la playa del María Isabel. Era sólo para los huéspedes.
Lo primero que hicimos fue buscar una panadería. No encontramos ninguna, pero sí a un señor que vendía pan en un canasto. No nos alcanzaba para dos bolillos, pero le regateamos y nos los dejó en los veinte centavos que nos sobraban. No eran bolillos, pero se parecían. Regresamos a la playa para dormir. Raúl sabía dónde encontrar un buen lugar. Y lo encontramos cerca de unas rocas. El ruido de las olas me inquietaba, pero pronto me quedé dormido.
Vamos al mercado, dijo Raúl cuando nos despertamos. Teníamos mucha hambre. Con los primeros cincuenta centavos que nos ganamos ayudándole a una señora con su canasta compramos dos bolillos y dos aguas frescas. Regresamos a ayudarles a otras señoras. Cuando ya habíamos juntado más de dos pesos, los braveros del mercado nos amenazaron con partirnos la madre si no nos largábamos de allí. Raúl era bueno para los trancazos, pero ellos eran más de seis. Pinches celosos, como yo les hablaba a las señoras con cortesía, ellas preferían que fuéramos nosotros los que les lleváramos la canasta. Y pues nos fuimos a los muelles a ver si encontrábamos un barco mercante con bandera japonesa. Pero no, no había ninguno. Compramos un coco y después unas cocadas. Por la costera nos fuimos caminando hasta Caleta y allí pasamos toda la tarde nadando. Nos dio hambre y nos fuimos a buscar qué comer. Ahora sí teníamos dinero y nos compramos unos tacos de pescado y unas Lulú. Regresamos a donde pasamos la noche anterior para dormir.
Nos levantamos temprano y nos fuimos al muelle. Nos acercamos a unos pescadores que se preparaban para ir de pesca. Estuvimos platicando con ellos y nos dijeron que si queríamos acompañarlos. No nos acordamos siquiera de desayunar. Nos subimos a la lancha como si se tratara de un barco mercante con bandera japonesa. Vimos cómo se iban haciendo pequeñitos el puerto y las islas que lo rodean hasta que se perdieron de vista. En alta mar los pescadores apagaron el motor de la lancha y sacaron sus cáñamos, sus anzuelos y sus carnadas. Mientras se preparaban, Raúl descubrió el techo de la lancha y desde ahí se tiró un par de clavados mientras yo me mantenía nadando con cierta cautela. Nomás cuídense de los tiburones, nos había dicho uno de los pescadores. Al fin nos llamaron y subimos a la lancha. Después de una hora todo lo que pasaba era que los peces se comían la carnada pero no mordían el anzuelo. De repente, uno picó. El jalón fue tremendo. El pescador aguantó y luego le dio hilo al pez y más tarde jaló y empezó una lucha de jalones y estirones. Los otros dos ya tenían listos sus arpones. Ahí está, gritó uno de ellos. Nosotros sólo vimos una mancha. Ahí está, volvió a gritar. El pez ya estaba agotado y el pescador empezó a izarlo. Ahora sí lo vimos completo. Era del tamaño de un tiburón, pero no era un tiburón. Era un robalo, un robalo gigantesco. Nosotros estábamos petrificados. Cuando lo tuvo a tiro, otro de los pescadores le lanzó el arpón y le atinó en un costado. El agua se tiñó de rojo. El robalo no dejaba de luchar, pero estaba moribundo y así, con muchos trabajos, lo subieron a cubierta. Ahí le sujetaron la cola con un lazo fino. Sus movimientos se fueron haciendo cada vez menores hasta que por fin quedó muerto. Echamos vivas. Y la lancha arrancó de regreso. Nos aguantamos sin comer hasta que llegamos a la casa de uno de los pescadores. Sus hijos y los amigos de sus hijos salieron para vitorear lo que había pescado. Él mismo preparó el robalo e hizo el fuego con la leña que trajeron sus hijos para ponerlo a las brasas. Raúl y yo nunca comimos tanto pescado ni tan sabroso.
La familia del pescador nos invitaba a quedarnos cuanto quisiéramos. Pero nosotros teníamos pendiente embarcarnos rumbo a Japón. Ese día cayó la noche sin que apareciera en los muelles un barco mercante con bandera japonesa. Tal vez no teníamos mala suerte sino que, por lo que los pescadores y otra gente a la que preguntamos nos habían dicho, hacía mucho tiempo no se veía anclado en Acapulco uno de esos barcos. A mí me asaltaron unas ganas enormes de volver a mi casa. Raúl me decía que no fuera vieja, apenas empezábamos a disfrutar de Acapulco; pero al fin aceptó la derrota. Tendríamos que buscar a qué puerto sí llegaban barcos mercantes con bandera japonesa. El problema era ahora cómo regresarnos. Andábamos en el centro, cerca de la terminal de los autobuses. Estaba abierto uno que decía México y no había nadie en la puerta. Nos colamos. Empezó a subir el pasaje. Nosotros estábamos mero atrás, pero no pudimos permanecer escondidos cuando llegó el inspector. Nos sentimos como ratas. El pasaje era testigo de que nos bajaban del autobús en calidad de granujas. De pronto un señor como que adivinó: se para y se dirige a los demás pasajeros. Señores, les dice, estos muchachos andan fuera de su casa y quieren regresar: yo pongo lo del pasaje de uno, ¿por qué no se cooperan y le pagan el pasaje al otro? Muchas gracias, señor, le dije yo con la mayor humildad. Raúl estaba más bien encabronado. La familia del señor nos dio una cobija y unos sándwiches de queso marqueta. Nos dormimos y no despertamos hasta la esquina de Calzada de Tlalpan con Taxqueña. Había un poco de niebla y hacía frío. No pudimos ver al par de policías que se acercaron a nosotros para detenernos. La caseta estaba a unos pocos pasos. Raúl corrió y yo me quedé donde estaba. El policía lo alcanzó y le torció la mano. A los pocos minutos se apareció su abuela. Mi papá llegó detrás de ella. Vámonos Abrahamcito, me dijo.
Mi foto había aparecido en el diario La Prensa. Ahí se decía que estaba yo extraviado y se daban mis señas particulares para quien pudiera informar sobre mi paradero. El pobre de Raúl fue a dar a un internado en Tlaxcala. Yo regresé a la Estatuto Jurídico, mi escuela, como verdadero héroe de película. Durante muchos días tuve a la hora del recreo una bolita que quería saber de nuestra aventura. En resumidas cuentas habíamos hecho un viaje a Japón; lo único que nos faltó para llegar a la tierra del Fuji Yama fue cruzar el océano Pacífico.
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NOTA. Esta es la transcripción de las notas de un diario escrito por Abraham Nuncio cuando tenía 15 años. En ella se le da coherencia y estilo a lo que no lo tiene y se omite lo que tampoco está en el diario: la lucha contra los tiburones y los braveros del mercado, la forma increíble en que escaparon los aventureros a un jaguar y su hembra, los chorros de las ballenas que vieron a diez metros de distancia; es decir, todo lo que escucharon los compañeros del narrador durante la hora del recreo en su escuela.

abraham.nuncio@gmail.com

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