Monterrey.- La corrupción, que el actual gobierno trata de erradicar de la vida pública de México, se inició en su etapa reciente hace un siglo.
El país aún olía a pólvora cuando ya los caudillos del movimiento armado (1910-1917) proyectaban su beneficio personal, por méritos en campaña, bajo la justificación –asumida o no– de que les debía hacer justicia la Revolución. Para eso necesitaban el poder político.
El verbo “carrancear” derivado del apellido Carranza fue, hasta la década de los 40, sinónimo de robar. Pancho Villa, luego de su lucha contra los hacendados quiso ser uno de ellos, y lo fue, si bien por breve tiempo antes de ser asesinado.
Álvaro Obregón se veía, como empresario, ampliando sus negocios de producción –en su hacienda La Quinta Chilla–, intermediación y comercialización del garbanzo. Llegó a ser presidente de la Unión de Cosecheros de Sonora y Sinaloa. Y como ex presidente decidió hacerse nuevamente de la Presidencia de la República, traicionando con ello la consigna de la lucha antidictatorial: “sufragio efectivo, no relección”.
Los relatos de los asesinatos ordenados por Obregón y el suyo propio, ya como candidato electo, borró uno de los actos más condenables por vergonzosos de la historia de México: el soborno que movió a los diputados del Congreso de la Unión a cambiar la Constitución permitiendo la relección buscada por el sonorense. Del huevo de la serpiente habían salido los famosos “cañonazos” de 50 mil pesos.
La “justicia” de la Revolución se siguió cumpliendo en casos menores, como en el de Gonzalo N. Santos (“la moral es un árbol que da moras”) o de Juan Andrew Almazán. El presidente Cárdenas había convertido a la Sierra Madre Oriental en el Parque Nacional Cumbres, uno de los negocios inmobiliarios de Almazán en Nuevo León, y por ello éste no dudó en encabezar a la oposición de derecha en las elecciones de 1940.
Con la llegada de Miguel Alemán a la Presidencia coaguló el capitalismo mexicano sobre bases esencialmente corruptas. “Robó, pero dejó robar” decía el refrán al que el cinismo de los escaladores sociales le sumaría otros similares: “elque obra limpio, limpio se va”, “que robe, pero que salpique”, “a mí con que me pongan donde hay”, “a los amigos se les conoce en la nómina”, “la corrupción somos todos”.
En este clima llegó el liberalismo: privatizaciones, rescates, despojos de los bienes públicos por los propios gobernantes con nuevos y oprobiosos sobornos a los diputados, como ocurrió con los que se distribuyeron para que pudiera aprobarse la llamada reforma energética: el gran reparto del botín en que fue convertida Pemex. El refranero se extendió: “el que no transa, no avanza”, “el año de Carranza, por si el de Hidalgo no alcanza”, etcétera.
La llamada “mordida” (soborno de pequeño y mediano calado) era ya hábito común, pero muy lejano a lo que ocurría en la cima del Estado de la burguesía: los grandes empresarios siempre supieron que hacer negocios era fundar una sociedad informal con los presidentes, secretarios, subsecretarios, directores y subdirectores de la burocracia mexicana mediante actos que suponían corrupción.
Los presidentes eran los recolectores de fondos para las campañas electorales, sobre todo cuando cobraron un cariz de competencia. Cada elección se convirtió así en un intercambio anómalo, pero absolutamente “normal”: aportes en metálico –el típico soft money fuera de toda contraloría– para las campañas, a cambio de permisos, exenciones, contratos y políticas públicas favorables al hemisferio privado del Estado burgués.
Con varios autores, como Arsenio Farell Cubillas, secretario del Trabajo durante el gobierno de Salinas, quien participó en el libro Corrupción y cambio (FCE, 1998). Un título así habría sugerido que el tema fuese la corrupción del sexenio salinista a partir de los cambios que introdujo. No, simplemente fue una contribución más al cinismo climatizado.
El enorme peso de la centenaria corrupción produjo, por ello, un genuino resquebrajamiento en el modus operandi de la burguesía empresarial y el hemisferio público de su Estado al momento en que se interrumpió el acostumbrado proceso, de sexenio a sexenio, con el triunfo de un candidato que ha puesto, en el ejercicio de la Presidencia, el combate a la corrupción como eje de su política. De ahí lo rabioso de los ataques de la múltiple oposición que enfrenta.
Esos ataques se ven fortalecidos por cacicazgos de los estados y municipios que obedecen a la misma lógica corrupta; por la prensa apodada “chayotera”, por la emergencia del nuevo sector empresarial de la burguesía vinculado al narcotráfico, por ciertos funcionarios de su propio gobierno, de su partido y de otros poderes del gobierno que son producto de la misma inercia, y de una formación social habituada a la corrupción.
La dificultad de erradicar tal práctica es gigantesca. Una prueba mayúscula para el gobierno de Morena y para la militancia de este partido y, de hecho, para la ciudadanía en su conjunto. Y es que un cambio tan brusco en una economía capitalista no es cuestión de un solo hombre ni de un solo gobierno. Así que a México, y a los países como el nuestro, sólo les queda continuar la misma ruta con algunos cambios dérmicos o aspirar a una casi utopía y luchar por sus vías alternas: la institucional, que implica forzar a los capitalistas a seguir las prácticas de un capitalismo a la finlandesa, por ejemplo, o la del cambio radical hacia una revolución socialista de signo democrático.