CASTILLO17082020

AL BORDE
Descifrar al monolito intraterrestre 2/2
Jorge Castillo

Monterrey.- La tecnociencia –imbuida del simbólico código sacrificial autófago– que también autoinviste de superioridad semidivina a sus propios creadores, es la vía de su propia autodestrucción, pues se ha vuelto ajena a ellos, desconocida y críptica, debido a esa tensión “subconsciente”, “sedada”, “confusa” o “desleal” entre la falsedad y la veracidad sobre este viaje civilizatorio.

     Saber técnico, de originario signo histórico y cultural de acción saqueadora, el cual se ha recubierto de un velo de oscuridad incomprensible al mezclarse y confundirse con las supuestas esencias culturalistas y naturalistas de “salvajismo y racialidad”, respectivamente, del hombre merodeador y depredador; y las cuales se vuelven contra él mismo proyectándose en la fantástica figura malvada y monstruosa del otro contencioso: los hombres-simiescos, los japoneses y los soviéticos.

     Pues todos ellos son el opuesto dual de ese hombre blanco y moderno occidental/occidentalizado, de preeminente herencia grecolatina, que en realidad y muy en el fondo de sus ser (psíquico y simbólico) lucha consigo mismo, contra su propia naturaleza bestial interna para contenerse a sí mismo, para (moralmente) autodominarse; y ello le permita, ergo, conquistar al mundo, a todo ese entorno natural plagado de entes, seres y cosas a los cuales concibe como suyos, de su propiedad, pues con solo existir ya les lleva incorporados, en tanto él ya forma parte de ese mismo mundo del que, en apariencia, se siente ajeno y apartado.

     Y el monolito negro –como toda herramienta humana que antropomorfiza (incorpora) elementos de su entorno natural como el hueso, la aircraft/spacecraft y HAL, y a los que imprime su particular sello cultural– también constituye esa paradójica y sacra oscuridad moral del ser humano la cual se usa como fuente de brillante liberación y progresión humana.

      del saber técnico aplicado con arcaicos, petrificados y enigmáticos criterios sacromorales de engullimiento de las cosas y seres del mundo, pero que al irse transmitiendo y traduciendo con el paso de los tiempos hasta llegar a la actual era tecnificada de cosificante economía capitalista de mercado, ahora ha desechado (distorsionado) ése básico principio circular de intercambio recíproco y restitutivo (regenerativo) entre los entes, seres y cosas del mundo: el de recibir/dar, obtener/devolver.

     El monolito y HAL son, reitero, representaciones de la moralidad dictada por las divinidades-dirigentes-programadores, desde la que ordenan el cosmos con su unívoco pero siniestro e indescifrable interés, y el cual no solo vuelve autómatas a los seres humanos, también los convierte en psicóticos; pues aunado a ese conflicto interno, y también de forma contraproducente, les resulta muy difícil el dilucidar el sentido y las implicaciones de los misteriosos e insondables designios que les son encomendados.

     Así pues, el monolito es la materialización de las indestructibles creencias y de los valores petrificados que endurecen (insensibilizan) el entendimiento y obnubilan la conciencia humanas, a grado tal, que el dogmatizado y neurótico humano automatizado (HAL) mata a su propio creador: el Dios-Hombre-Soberbio. Es decir, aniquila fríamente a sus propios compañeros de travesía al, incomprensiblemente, ver cuestionada su autoridad como privilegiado y más idóneo conductor de la Discovery-Argos-Mundo. Y es esa confusa relación simbólica entre lo mundano (psicobiológico y psicosocial) y lo divino (de gobierno moral) la que debemos descifrar para trascender como el niño-ultrahombre nietzscheano planteado en la película.

     Y una vez cumplida la más avanzada fase civilizatoria de desarrollo tecnocientífico en clave engullente, será nuevamente el monolito como entidad cíclica y dual ambivalente –que al mismo tiempo es fija y cambiante, sacra y profana, sombría y luminosa– la que también cumplirá un (rock &) rol crucial en el siguiente paso evolutivo del hombre.

     El monolito, concebido otra vez –a como le ocurrió al hombre primigenio– como instrumento para la toma de conciencia que abre la mente y el espíritu a otras posibilidades de existencia del ser humano, conduce a David Bowman (el arquero Odiseo) a un nuevo viaje interestelar alucinante (psicodélico) para colocarlo (salvarlo) en una especie de retiro espiritual en la habitación-jaula-montaña-desierto que le aísla de las cosas materiales y pasiones del mundo terrenal.

     Y posteriormente, al pie de su cama en estado agonizante siendo ya un anciano, el mismo monolito le ayuda a transformarse en un translúcido embrión etéreo libre de los límites del cuerpo físico, convirtiéndose en una nueva y límpida conciencia moral, una conciencia parafísica despojada de nebulosos valores y juicios previos, dispuesta a crear un mundo nuevo (al menos interior), a través de una mirada diferente para comprenderlo y actuar en él.

     La posibilidad de crear una forma de existencia muy diferente a la que dejó atrás, es anunciada en su etapa liminal de sereno confinamiento, en donde Bowman no ejerce ningún tipo de acción tecnofágica para su preservación vital. Al contrario, Bowman ¿accidentalmente? destruye la copa de cristal que le facilita beber agua; ese líquido revitalizante parecido a la sangre del ungido sacrificado vertida en el grial, y con la cual, simbólicamente, este le brindó “vida y salvación eternas” a la humanidad.

     Momento crucial que le permite a Bowman verse a sí mismo en su propio lecho de muerte, previo a su renacimiento, ¿acaso resurrección? Y cuya situación es paralelamente inversa al momento en que el hombre primigenio (animalesco) mata al líder de la banda contraria que le impide a su grupo acercarse al charco de agua. Siendo, nuevamente, el monolito la figuración de otra probable figura divina protectora de pastores, rebaños y manadas, Hermes (el mensajero), quien le ayuda a Odiseo (Bowman) a evitar que Circe le transformáse en animal y le encerráse en sus establos; ¿cual jaulas de zoológico? que también pudieran ser alusiones a esos espacios, cercados, donde se realizaban los espectáculos circenses de lucha entre hombres y bestias aduladoras.

     ‘2001: Odisea del espacio’, se trata del viaje trascendental, expiatorio, restaurador y purificante, del alma y la conciencia humana, pues no olvidemos que previo a esta nueva travesía de transformación por el (natural o artificial) agujero de gusano, Bowman desconecta (mata) a HAL para sobrevivir e inmediatamente después salir de la esquelética nave Discovery. Pudiera decirse que Bowman se libera a sí mismo liberando de su “jaula mental” al hombre alienado que este superordenador espacial “encarnaba”, y cuyo comportamiento estaba dictado (secretamente, crípticamente) por dogmas y doctrinas fijas, rígidas e incuestionables, por un literal código de programación simbólico-cultural que se resistía, a toda costa, a ser reescrito.

     Es decir, para regenerarse (replantearse) como ser humano, Bowman emprende un viaje interestelar, cual rito iniciático o rito de paso, pero hacia el interior de su universo interno (cultural); y apaga o pone en pausa (a modo de extrañamiento) los propios conocimientos y saberes tecnofágicos que le guían: los del héroe arquetípico que, en oposicional reflejo dialéctico, toma vidas a cambio de la suya propia, para devorar a su enemigo devorándose a sí mismo, cual kamikaze que se fusiona (incorporiza) a su aeronave como hombre-proyectil, similar también al hombre-misil de ‘Dr. Strangelove’ (1964). Ese héroe que, al derramar su sangre por el bien y la protección de los demás, fija su figura y su hazaña en la memoria y el corazón del grupo que él salva.

     Así, Bowman se transforma en ese nuevo niño estelar/cristo salvador que mira con curioso asombro (nuevos ojos) al planeta Tierra, regresando de su viaje cósmico convertido en ese santificado ser mitológico que, ¿sin ofrecimiento sacrificial?, redimirá al mundo. Conclusión, e inicio, muy acorde con los elementos característicos de muchos relatos míticos presentes en diversas culturas del mundo, identificados y descritos por Joseph Campbell en su clásica obra ‘El héroe de las mil caras’, publicada en 1949.


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