Monterrey.- Ayer miércoles 6 de agosto se conmemoró el 75 aniversario del ataque atómico de EUA sobre la ciudad de Hiroshima en la postrimería de la Segunda Guerra Mundial. Los saldos destructivos inmediatos y sus posteriores secuelas sobre el territorio y la población nipona han sido ampliamente documentados, por lo que no serán tema de esta columna.
El primer tema que me ocupa es el del ambiente de constante temor y zozobra que derivó del difundido sentimiento de amenaza que inauguró el potencial uso de la tecnología nuclear bélica durante los años de la Guerra Fría. Sentimiento latente de devastación nuclear que las generaciones nacidas de los años 90 del siglo pasado a la actualidad no conocieron, a pesar de que se intensificó durante los primeros años de desmembramiento de la exURSS, debido a los riesgos iniciales que suponía el descontrol de sus arsenales atómicos.
Y sobre ello sigo considerando que el cine es un medio de expresión privilegiado para poner de manifiesto este tipo de cuestiones, las cuales serían difícilmente descritas con los resultados numéricos de encuestas sociométricas de percepción. Y Jaws (1975) de Steven Spielberg, es el filme que a mi parecer expone de forma más sutil, pero contundente, esta suerte de ambiente emocional de amenaza y temor tan omnipresente y que resultaba casi imperceptible y normalizado en aquellos años de división bipolar del mundo; equiparándolo al entorno del salvaje medioambiente natural.
En Jaws (Tiburón, en Hispanoamérica) la amenaza de ataque proviene de un escualo que deambula en las oscuras e inestables aguas de la geopolítica internacional, pues transfigura la forma cilíndrica y “aerodinámica” de las bombas y de los torpedos descritos en la secuencia nocturna en la que el cazatiburones, Quint, relata a sus compañeros la misión secreta del crucero de guerra USS Indianapolis para entregar los componentes de “La Bomba”, y su posterior tragedia al ser hundido por un submarino japonés.
Quint, como personaje real ficcionado, fue uno de los pocos sobrevivientes del que aún se considera como uno de los mayores ataques de tiburones a humanos registrados en la historia reciente. Situación debida a la secrecía de su misión, la cual les impuso protocolos de silencio radial y de no registro de travesía a sus poco más de mil tripulantes. Y cuyos afortunados sobrevivientes fueron casualmente avistados por un avión de patrullaje, 4 días después de su naufragio.
Y de forma similar en la película, durante esta misión de caza del tiburón-torpedo-bomba también podemos ver al sheriff Brody del veraniego pueblo de Amity (amistad), quien encarna ese sentimiento abrumador de temor ante el agua-océano-geopolítico en donde acecha esa enorme bestia submarina. La cual, por sus descomunales dimensiones, también logra hundir con su fiero ataque al bote que transporta a sus decididos perseguidores.
Así vemos que, junto con el oceanógrafo Hooper experto en escualos, estos tres personajes forman un equipo de amistosos hombres americanos que van en busca de la mayor y más escurridiza amenaza conocida hasta entonces por la (conciencia de la) humanidad: el monstruo atómico; y con la esperanza de, primero, encontrarlo (notarlo), para después eliminarlo de una vez por todas.
Ahora bien, el segundo tema que me ocupa es que más allá de la destreza narrativa de Spielberg y de su interés por alcanzar un gran éxito comercial con esta película, yo me resistiría a creer que con Jaws hubiera querido purificar con agua de mar la atribulada conciencia americana por los ataques nucleares a la población civil de Hiroshima y Nagasaki. Pues la devastación y el temor nucleares constituían los enrarecidos vientos de la atmósfera civilizatoria que, para los años 70, cubría a perdedores y ganadores por igual, a americanos y soviéticos sin distinción.
Yo quiero creer, muy en el fondo, que Jaws es la alegoría de como América apenas se mantenía a flote como nación con los restos y la basura de su propio y aparatoso naufragio moral en las aguas de las relaciones internacionales y humanas.
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