Monterrey.- Era la mitad de los años noventa. El socialismo real ya había fracasado con trágicos y estrepitosos derrumbes, provocando el reacomodo geopolítico de fuerzas que se enfrascaron en la primera guerra del Golfo Pérsico y en los primeros conflictos de los Balcanes; y cuyos estruendos también se acompasaban con los últimos ecos de la tensión soviético/americana en el Cuerno de África con recientes hambrunas, guerras civiles y de invasión. Todo parecía indicar que a lo largo y ancho del mundo las “fuerzas del bien”, por fin, habían ganado la conflagración más larga hasta entonces conocida por el Hombre: la Guerra Fría (de apenas 45 años).
Y los consecuentes procesos de reordenamiento renovaron los ánimos y consolidaron los acuerdos entre los integrantes de los bandos económicos, políticos e ideológicos ganadores: el capitalismo, el liberalismo democrático y el cristianismo; los cuales configuraban las ramificadas estructuras del statu quo dominante de un buen número de naciones del mundo occidental. Bloque civilizatorio, de liderazgo blanco, que en 1994 se cruzó de brazos ante el genocidio tutsi perpetrado por los hutu en Ruanda.
En ese contexto internacional, el de un mundo en situación apocalíptica, Alex de la Iglesia lanzó su segundo largometraje: ‘El día de la bestia’ (1995). Una crítica de nuestros conceptos mistificados y terrenales acerca de esas incuestionables –pero muy mundanas y risibles– fuerzas del bien que se lanzan, de forma calculada y despiadada, a destruir a las malignas fuerzas demoniacas; representadas, en ese naciente nuevo orden mundial, por todo aquel que no encajaba en el propio molde nacional, etnoracial, religioso-moral y ético-secular del individuo que se hace así mismo, que progresa y triunfa en la vida.
Marcos de valoración y acción plenamente triunfales y hegemónicos que son nítidamente representados en la figura déspota, punitiva, dinerera y violenta de la pensionista (madre del metalero) dueña del lugar donde se hospeda el protagonista principal (el cura).
Fuerzas hegemónicas del bien que son encarnadas en sujetos que al poner en práctica sus (dogmáticas) creencias y certezas, desatan una serie de hilarantes situaciones que, de manera contraproducente, les hunden cada vez más en el desastre, en la confusión, en la desesperanza y en su propia e insospechada barbarie.
Ya que después de su periplo con el showman del ocultismo, y al empezar a perseguir al experto en profecías para que les revelara el lugar exacto donde nacería el anticristo, los buenos (el cura y el metalero, en par dual) como protagonistas centrales de la historia, son puestos en la mirilla de los otros buenos (los policías) quienes, en medio del andador comercial con escaparates navideños, terminan acribillando a los (en ese momento) otros extranjeros buenos (los Tres Reyes Magos), los cuales, sin deberla ni temerla, tan solo venían de Oriente para venerar al ungido recién nacido. Región del mundo que, en ese entonces nos decían, ya empezaba a amenazar la seguridad de Occidente.
Confusión y barbarie que podemos atestiguar mientras sus personajes atraviesan ese característico mundo frío, impersonal y salvaje de la economía capitalista de mercado. En cuya lógica acelerada de la inmediatez no sólo se ofertan empaquetadas (en pares contradictorios) ilusiones, creencias y valores de temporada, sino que, dada la premura de los personajes, también se ofertan las opciones y fórmulas políticas que más se tengan a la mano.
Y así sin más, en medio de su aventura –a veces a modo de misión, a veces a modo de huída (psicotrópica)– y con un ligero desahogo propinando uno que otro cachazo a cualquier figura de poder autoritario y fascista, sus personajes se montan en el carro de la conservadora Alianza Popular, pero con nueva matrícula con terminación del PP (Partido Popular), el cual ya tenía seis años circulando en las papeletas electorales.
Personajes todos que respiran un aire enrarecido de Noche Buena, pues les recubre una cortina de humo ideológica inexorable y tóxica, la cual es representada por el grupo extremista de “limpiadores” que se asumen como los buenos más genuinos de Madrid, y muy probablemente de toda España; quienes se encargan de desechar a todo cochambroso paria que amenace con ensuciar la pureza de su ciudad: los desposeídos, sean locales o extranjeros.
Pero en medio de la confusión que impone la confrontación misma de todos esos bandos de buenos, en un punto de la trama, como parte de un proceso unitario-dual-trinitario-dual, uno de ellos se percata de la sombra propia que nos persigue a todos y cada uno de nosotros. La sombra de la bestia que nos ha sido imposturada y de la cual podemos deshacernos si logramos descubrirla.
De manera magistral, y casi de forma premonitoria y conspiranóica pero más bien por mero referente iconográfico, con este filme Alex de la Iglesia despojaba de solemnidad a ese modelo hegemónico dicotómico (no dual) representado tridimensionalmente en su escenario final; los dos rascacielos inclinados y enfrentados que componen la Perta de Europa de Madrid –de inicial inversión kuwaití–, similares al modelo arquetípico y arquitectónico de las ya inexistentes Torres Gemelas del WTC de Nueva York –derribadas en supuesto ataque islamista–, y cuyos diseños estructurales de ambos complejos se hicieron por medio de contratos con una misma firma estadounidense.
Lo cual revela (sin adivinaciones), no el plan oculto tras bambalinas de una cofradía secreta de alcance planetario con intereses oscuros y siniestros o la manifestación de mensajes criptonuméricos de un plan maestro a nivel cósmico, sino más bien un abarcador esquema mental e imaginario de tipo binario –traducible hasta en gustos y obras arquitectónicas e cinematográficas– que reiteradamente, en diferentes puntos de tiempo y espacio, se materializan en el mundo palpable de la representación y de la praxis humana; como una figuración a modo de predecible orden divino, natural e inmutable.
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