Coro2310

AL BORDE
Padre, bendígame el cubrebocas
Jorge Castillo

Monterrey.- La actual situación de cuarentena que estamos viviendo como medida preventiva de contención del Covid-19 ha desatado toda una serie de análisis y reflexiones de voces y teclados que desde variadas perspectivas y preocupaciones plantean particulares maneras de visualizar y mesurar la crisis que está provocando este fenómeno epidemiológico.

     Analistas y opinadores ya empiezan a distinguir, por un lado, las implicaciones y consecuencias psicosociales derivadas del encierro forzado y las mejores técnicas y métodos –hasta virtuales– para sobrellevarlo, y por otro lado, las diferencias de los contextos políticos y económicos en los cuales se están desplegando las particulares estrategias institucionales ante el riesgo de infección, y que se reflejan en los impactos negativos que la importación de “estrategias modelo” están teniendo en la economía familiar de quienes están insertos en los sectores informales de nuestra economía nacional, y los cuales son preeminentes en nuestras sociedades latinoamericanas.

     En lo particular, me interesa abordar un aspecto que si no ayudará directamente a afrontar la amenaza directa de contagio, si creo que resultaría de enorme relevancia para que, tanto ciudadanos como autoridades de diferentes ámbitos y niveles, podamos dimensionar de manera más amplia el actual trance por el que estamos pasando.

     Esto a partir de una sencilla pregunta ¿Cómo reaccionar en justa medida ante un bichito cuyo tamaño microscópico nos resulta invisible? Sobre todo en sociedades que aún cargamos con visiones y concepciones mágico-religiosas sobre la realidad y el mundo; en tanto aún creemos en la existencia e influencia de in/ciertas “fuerzas inasibles” e incomprensibles que nos rodean.

     Tan es así que no han faltado declaraciones de líderes religiosos que no solo afirman que el Covid-19 es un castigo divino, sino que hasta ofrecen menjurges con poderes benditos para inmunizarnos, muy parecidos también a todas esas recomendaciones de pociones, aceites y ungüentos hechos con fórmulas caseras que están proliferando por redes sociales, muy propios también de nuestra cultura popular, que mezcla sin distingo alguno creencias y prácticas propias del curanderismo, la brujería y hasta de la onda newage y de la oleada artesanal-orgánica, para tratar malestares y padecimientos a bajos costos y de forma natural.

     Tales perspectivas idiosincrásicas siguen tan vigentes en nuestra sociedad al día de hoy que no resulta raro que muchos de nosotros y que nuestro presidente haya destacado en su mañanera el uso de amuletos religiosos –que le dieron sus fieles seguidores¬– para su protección personal, pero lo cual hizo, creo yo, como una estrategia de comunicación claramente direccionada y que, como buen estadista, puede ir más allá de su provecho personal en imagen pública.

     Mensaje que dirigió a esos amplios sectores de ciudadanos que profesan una fe religiosa y en cuyo acto mañanero, AMLO, les ayudó a menguar su ansiedad ante la in-certidumbre que impone esta potencial pandemia, confirmándoles que su líder nacional, tan mundano y vulnerable como cualquiera, también recurre a la omnipotente protección divina en beneficio de él y, por medio de su investidura, en beneficio de su pueblo. El reducir el estrés y ansiedad sociales por vía de las creencias religiosas no resulta, como intención, criticable ni negativa por sí misma.

     Sin embargo, reproducir estas perspectivas idiosincrásicas desde posiciones de poder que, con preferencia, las siguen validando por encima de otras, a la larga pudiera ser no tan benéfico, como sí pudiera parecernos a corto plazo. Sobre todo en sociedades cuyo aprovechamiento de la Ciencia ha sido predominantemente utilitarista, bajo una perspectiva de aplicación técnica para la maximización del beneficio económico, con un enfoque eminentemente productivista y de mero enriquecimiento.

     Lo sabemos bien, la Ciencia se ha puesto al servicio de la ganancia, como concepto e impronta cotidiana muy palpable, aún de quienes se benefician directamente de los avances científicos dentro del sector farmacéutico. La Ciencia no está al servicio de la humanidad, pues curiosamente, con tanta educación cristiana – ¿sesgada? – a nuestro alrededor, tal
humanidad sigue siendo una idea tan inasible a nivel cotidiano como el concepto mismo de prójimo. Ya ni digamos la noción de solidaridad, como principio mínimo de convivencia social y cívica que nos ayude a contener nuestro virus de
extremo egoísmo que nos impulsa a incrementar precios para sacar provecho de emergencias como esta, o a acaparar medicamentos y productos de salud e higiene al entrar en estado de pánico, cual típico personaje de relleno en una película de apocalipsis estilo hollywoodense.

     Esta condicionada, y muy mundana, relación de contacto cotidiano con la Ciencia de tipo tecnificada y monetarizada –enmarcada por una predominante cultura individualista, materialista y consumista–, ha marginalizado otros referentes de formación científica que nos permitan poner en perspectiva crítica nuestras tradiciones de pensamiento místico o mágico-religioso, e incluso otras formas de pensamiento basados en versiones cientificistas que justifican el sálvese quien pueda debido a que esa es nuestra indomable naturaleza evolutiva. Perspectivas in-ciertas todas de las que nadie escapamos, ni siquiera quienes presumimos de mayor objetividad ni quienes encuentran consuelo, en su ateísmo, ante los azarosos y trágicos momentos de la vida.

     Sin duda, nuestros referentes y conocimientos mágico-religiosos –enfáticamente dicotómicos, contenciosos y reduccionistas– y el conocimiento científico sobre la vida y el mundo, y según las mezcolanzas que hacemos de ellos, nos dotan de certidumbres, por tanto, de tranquilidad, y también nos proveen de coordenadas para actuar, en consecuencia, según los marcos de realidad que estos nos plantean. Conocimientos que nos ayudan a ejercer, en mayor o en menor medida, una evaluación y un control más rutinizados sobre el mundo, con sus respectivas, y también tensas, dimensiones de creencia (con sus ritos) y de objetividad (con sus métodos y técnicas).

     Por todo ello, estas cuestiones me impelen a preguntar con qué perspectivas, conocimientos y pautas de valoración (técnicas y morales), con sus respectivos posicionamientos ético-profesionales y ético-políticos, nuestras autoridades institucionales, tanto públicas como privadas, están tomando decisiones y aplicando acciones en justa medida y en etapa precisa, acordes con nuestros propios contextos y complejas realidades sociales, culturales, económicas y políticas, ante un bichito que parece ser más peligroso, potente y temible aun que cualquier maléfico criminal y delincuente.

     Pues estos últimos “enemigos públicos”, cual amenazas latentes y patentes, eran señalados, desde sus prejuicios idiosincrásicos – ¿o solo de forma maniquea? –, por los integrantes de anteriores administraciones públicas y organismos privados como la personificación misma de las “fuerzas y potencias negativas” del mundo pero en diferente nivel, forma y dimensiones de tamaño a las del virus que hoy nos aqueja.

     Perspectiva trasfigurada (de equiparación) que fue expuesta muy recientemente pero de forma políticamente mañosa, a tono nacionalista y xenofóbico, por el mismo Donald Trump y los medios norteamericanos al designar al Covid-19 como un “virus chino” y como un “virus extranjero”.

     Por esto mismo bien vale precisar la pregunta anterior: ¿En qué grado de compleja realidad-es entienden el sector civil, gubernamental y privado los factores de propagación epidemiológica y todas las variables por atender y prever de conformidad con la protección misma de la vida humana, de su dignidad y sus derechos; y conforme a ellas cómo están reaccionando esos sectores institucionales y cómo estamos reaccionando todos?

     Esto también lo planteo a propósito de quienes en medios locales han expresado su fetichista admiración de la efectiva “disciplina” –coercitiva e impositiva– desarrollada por el gobierno chino para contener al Covid-19.

     Y que quede claro, yo no estoy en contra de las creencias populares, de la fe religiosa o de las ciencias aplicadas a los procesos productivos y económicos, solo reafirmo que sus usos en realce de visiones parciales acerca de estas mismas ya sea por ignorancia, ingenuidad o perversidad, influyen imperceptible y enormemente en el mismo diseño e implementación de políticas de gobierno y políticas públicas –por ejemplo las educativas– que tienden a favorecer o privilegiar, de forma vertical y autoritaria, las perspectivas e intereses de unos cuantos sectores sociales por encima de otros muchos. Esto es algo que ha ocurrido de forma recurrente a lo largo de la historia, tanto en México como en muchos otros lugares del mundo.

     Perspectivas y visiones traducidas en políticas y hasta en estilos de gobernar, las cuales inciden en la generación de medioambientes sociales poco propicios para el desarrollo y manutención de la buena vida democrática para tod@s, ni mucho menos en el favorable diseño y adopción de estrategias inclusivas y efectivas para su salud preventiva.

     Medioambientes sociales que pueden degenerar en consecuencias imprevistas o contrarias a los mismos discursos bienintencionados de quienes guían y conducen a nuestras comunidades desde tales posicionamientos parciales de aplicación tradicional de las creencias populares que combinan (revuelven) ideas mágico-religiosas y hasta prejuicios particulares y sesgados de aprovechamiento del saber científico.

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