CORONA01062020

AL BORDE
Pa(i)sajes incómodos
Jorge Castillo

Monterrey.- Escena 1:
2011. Durante la esporádica tranquilidad de un sueño reconfortante arropado por la curiosidad, empatía y cuidados de Li, y en una ciudad ajena habitada por “propios” y “extraños”, Ulises –el protagosnista de Ya no estoy aquí– se transporta a Monterrey. Baila encorvado y a la manera de un comandante va pasando lista a las y los integrantes de su banda, quienes se muestran erguidos y orgullosos, resistiendo todos al embate de las nostalgias, los cariños y los placeres negados. Pero, sobre todo, resistiendo ante la «guerra calderonista», las violencias, el desamparo y la pobreza de los que son presas. Escena que contrasta elementos similares pero ambivalentes de un orden cosmogónico que opone a dos espacios delineados por cerros; pues a sus espaldas se ubican “las alturas” de la riqueza en tanto ellos reafirman la altura de su dignidad humana; esa dignidad que se respalda en su identidad, sus gustos y su modo de ser.

Escena 2:
Transición de los 90 y 2000. Memorables la sorpresa, admiración y hasta burla que provocábamos en algunas personas cuando algunos cuates bailábamos cumbia colombiana, ya fuera en Monterrey u otras ciudades, y en fiestas particulares, en discos o antros. Ritmo que poco a poco sonaba más fuera de las estaciones de radio enfocadas en el género, debido a la mezcla de ritmos que para entonces ya empezaban a hacer artistas y grupos como Celso Piña y El Gran Silencio.

Escena 3:
Segunda mitad de los 90. En una conferencia impartida por uno de los más reconocidos expertos en culturas e identidades juveniles en México, este expresaba su asombro de que en Monterrey, bastión del ‘movimiento colombia’, no se estuvieran haciendo estudios rigurosos y a profundidad sobre el mismo. A momentos, sus comentarios me sonaban casi a “regaños” dirigidos a las autoridades gubernamentales de cultura y a los investigadores y jóvenes estudiantes de ciencias sociales y humanidades que allí nos encontrábamos. Cuestionamiento y diagnóstico no del todo acertado, pues por muchos años ha habido colegas que en diversos ámbitos de la cultura, el periodismo y la academia, se han comprometido en comprender y reivindicar, con y sin romanticismos, al movimiento en sus diferentes momentos y generaciones.

Escena 4:
También segunda mitad de los 90. Me recuerdo maravillado cuando en algún evento en el Museo Metropolitano de Monterrey, contemplé entre el bailongo a dos jóvenes quienes de forma conjunta, y al centro, bailaban combinando varios movimientos, entre ellos el paso de gavilán. Con sus posturas, cadencia y gestos manuales se me figuraba que a momentos ellos representaban una suerte de pelea ritual, pues de repente se ponían uno frente a otro. Probablemente aquella impresionada apreciación mía fuera errónea, más influida por todo el sesgo de reprobación moral que por muchos años ha circulado en los aires mediáticos, institucionales y hasta familiares de esta ciudad en torno a estas expresiones juveniles y la “inherente” violencia delincuencial de quienes la han encarnado.

Escena 5:
Segunda mitad de los 80. De esa descalificación moral hacia lo colombia no éramos inmunes aquellos quienes también habitamos los, en aquel entonces periféricos, barrios populares, donde resonaba ‘la colombia’ en las grabas y la cual ya empezaba a delinear, a nivel de calle, los contornos de una naciente identidad juvenil y musical. Cuyas manifestaciones eran denigradas y ridiculizadas por maestras y maestros de primaria cuando algunos alumnos nos divertíamos con los demás compañeros haciendo uno que otro pasito de baile colombiano en la escuela.

Escena 6. La postal no autorizada de Monterrey:
De vuelta al Monterrey de la película. Con la edad y las circunstancias toda identidad social-cultural se transforma, cambia. En la desesperación de la nostálgica soledad y la indefensión, debido a las enormes dificultades impuestas por la transfronteriza discriminación entre “paisanos”, las barreras de lenguaje y de oportunidades de trabajo que esto conlleva, junto con su condición de inmigrante indocumentado y expulsado, Ulises cambia. Se corta su muy característico cabello como preámbulo de su regreso al lugar y a las circunstancias que lo exiliaron, en donde ya no vestirá ni se peinará como antes, pues como marcadores de identidad en un territorio en disputa, estos son inaceptables ante las reglas absolutas de afirmación jerárquica de quien se impone ¡Nomás por que sí! Ulises regresa a un lugar conocido pero diferente, donde se han normalizado la polarización y la brutalidad; donde se han impuestos nuevas demarcaciones de espacio y tránsito con reglas arcaicas. Aunque su incertidumbre de futuro parezca no cambiar, Ulises regresa para seguir sobreviviendo pero ya no aislado, con la ayuda de más fuentes de respaldo social y emocional. Y aunque se despojó de sus peculiares atavíos hay algo en él que no ha cambiado, y lo cual, tal como antes, ahora y hacia el futuro, también le ayudara a recuperarse y seguir adelante –a ser resiliente–: la dignidad (descamisada) que él afirma en su simple y llano gusto por escuchar y bailar la cumbia colombiana, siempre de frente a ese mundo desigual que le rodea. Un mundo que a simple vista parece inconmovible, inamovible y eterno.


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