Monterrey.- Estamos a una semana de acudir a las urnas para elegir gubernaturas, ayuntamientos, diputaciones locales y federales. Y uno de los aspectos que distinguen a estas elecciones de las anteriores es la cantidad de puestos por los que compiten candidatas y candidatos, un poco más de 20 mil cargos de elección popular. Por lo cual, en términos numéricos, ya se le caracteriza como la elección más grande de nuestra historia.
Cargos de representación que serán votados por 93 millones y medio de mexicanas y mexicanos inscritos en lista nominal, en más de 162 mil casillas que se instalarán en todo el país, las cuales serán integradas por cerca de 1 millón y medio de ciudadanas y ciudadanos que recibirán, contarán y tratarán de cuidar nuestros votos.
Esa cantidad de cargos a elegir supone, en un ejercicio hipotético mínimo, de que poco más de 121 mil ciudadanas y ciudadanos ahora están en plena competencia realizando actividades de proselitismo como candidatas y candidatos; apoyados, claro está, por sus respectivos equipos de campaña, lo cual incrementa aún más el número de individuos que en estos momentos, por vínculos familiares, de amistad, de interés futuro o por obtener un ingreso inmediato aunque sea temporal, abanderan e impulsan alguna postulación partidista o independiente.
Pero con todo y esa efervescencia electoral, a la cual se suman ya 88 precandidatos y candidatos asesinados en once entidades del país, nuestro inexorable destino electoral inmediato es que solo serán triunfadores esos poco más de 20 mil candidatas y candidatos conforme a una votación fragmentada en diez partidos nacionales y en candidaturas independientes; contando, inclusive, los partidos locales y las variadas coaliciones. Todos los cuales ejercerán sus cargos con el apoyo de sus fórmulas, cabildos y gabinetes, junto a un número muy reducido de personas que integrarán sus respectivos equipos de trabajo y de confianza. Y con la incógnita de si su barrio (electores y simpatizantes) les seguirá respaldando después de ganar, pues lo más común es que la diputada o el diputado no se vuelvan a aparecer por su distrito.
Así, los menos que resulten ganadores –no necesariamente por ser los más “aptos” ni los “mejores” dadas sus campañas de frívolo espectáculo o de mero ataque y contraataque– asumirán (tal vez) la plena responsabilidad de conducir los destinos de miles, de cientos de miles y de millones de personas según las diversas demarcaciones político-administrativas y jurisdiccionales por las que hayan sido elegidos.
Reconociendo estos datos cuantitativos como elementos que pudieran abonar a la añeja crítica del modelo (fraccionador y contencioso) de piramidal representatividad democrática y que favorezcan cada vez más en impulsar un modelo de ciudadanía empática, solidaria y comunitarista, tal información, por el momento, me obliga a detenerme en una breve reflexión sobre el esquema sistémico e ideológico de organización social moderno en el cual vivimos.
Modelo con el que, de manera muy bien planificada cada tres y seis años, refrendamos de manera inercial que unos pocos individuos sigan “mandando” y los muchos más sigamos “obedeciendo”, pues a la gran mayoría nos resulta más gratificante ocupar La Silla para ser reverenciados que para resolver problemas complicados y más grandes que nosotros; y bajo la creencia de que el voto plenamente democrático (individual, libre y secreto, sin condiciones adversas ni amenazas) es el procedimiento más idóneo para que, quien sabe cuándo, alcancemos la equidad e igualdad sociales que tanto anhelamos ¿los más o los menos?
Vivimos en sociedades que, numérica y estructuralmente, producen muchísimos más perdedores que ganadores, y que por excepcionalidad glorifican al ganador en el ámbito que sea. Admirando al candidato, al empresario y a cualquier líder que se nos presente como listo, hábil y arriesgado; al que si bien le va, solo será señalado mediáticamente por haber triunfado con sus bien disfrazadas trapacerías pero sin ninguna consecuencia legal por haberlas cometido.
El hecho social irrefutable es esa contradicción básica entre la reiterada (a veces cínica) promesa de alcanzar la horizontalidad social que candidatas y candidatos nos recetan cada campaña, y los mismos mecanismos verticales con que se realizan las elecciones y se ocupan y desempeñan los cargos de gobierno. Es decir, la contradicción de buscar una mayor horizontalidad mediante procedimientos ‘efectivos’ que reafirman formas verticales e impositivas de pensar, de valorar y de hacer, de organizarse y moverse colectivamente.
Formas y medios con las que habrá, lo sabemos muy bien, tan solo unos pocos ganadores, unos cuantos pre-destinados y pre-seleccionados dedo-cráticamente por las estructuras partidistas autoritarias y patriarcales, las cuales toman e imponen sus decisiones a puerta cerrada y acá en corto. Formas desde las que esos privilegiados también contarán con el respaldo de los CEO´s, poseedores de indiscutible ventaja y poder económico, pues nos “conminan” a votar por X o Y partido o candidatx, en beneficio de nuestra pequeña familia y de su gran familia empresarial.
Privilegiados que también contarán con el apoyo de la lideresa barrial, del líder gremial o del inspector municipal quienes ya nos advierten del riesgo de que perdamos el programa social, o el lugar y hasta el permiso de trabajo en caso de no atender al llamado de fidelidad partidista el próximo domingo 6 de junio.
Tales condicionantes sociales (no individuales) serían, pues, tan solo tres de tantos ejemplos posibles de esta contradicción que, bien sabemos, no es mínima ni menor. Y en este contexto civilizatorio e histórico particular no resulta nada extraña la promoción que se hace, desde centros de poder económico, intelectual y mediático, de esas ideas sobre el individuo quien, a pesar de todo y contra toda adversidad, se hace a sí mismo ¿acaso aislado?, agraciado por sus naturales, únicas y admirables cualidades y capacidades, que le permiten destacar por encima de los demás, pero el cual asume la noble misión de conducirles, con su dedo resplandeciente y sanador, por el camino del bien y la felicidad. Pues es la única figura que lo sabe todo y lo puede todo.
Personificación que proviene de aquel pensamiento de inspiración y aspiración aristocrática, pretendidamente secular y racional pero de innegable corte mítico-religioso, del «gran señor feudal y divino regente conquistador» y el cual ayudó a configurar ideológicamente esa cosa rara que hoy llamamos individualismo.
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