Monterrey.- Teuchitlán ha trastocado nuestros pequeños mundos cotidianos y nuestros conceptos. Su caso nos ha enfrentado con un aspecto poco conocido de los ambientes criminales de México: la existencia de campos de entrenamiento paramilitar que nutren las filas del sicariato. Y hasta el momento, las autoridades federales han declarado que eso es lo único que se puede asegurar sobre lo que ocurría en el Rancho Izaguirre. Lugar donde la instrucción de reclutas también incluía la tortura y el asesinato de personas, y cuyos cuerpos eran desmembrados e incinerados allí mismo. De estas últimas prácticas dan cuenta los restos óseos calcinados que encontraron integrantes del colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco en tres puntos al interior del predio.
Pese a estos hallazgos, la Fiscalía de Jalisco ya ha contradicho la versión de las familias buscadoras sobre la existencia de tres “hornos” crematorios, arguyendo que no hay estructuras que puedan ser identificadas como tales; y cuyo dictamen no tomó en cuenta el expertis forense acumulado por las buscadoras ni sus hallazgos, quienes afirman que esos crematorios eran excavados en la tierra y se les colocaban planchas de piedra y ladrillo. Y ya destacados periodistas pro-oficialistas han puesto en cuestionamiento que el Rancho Izaguirre sea comparado, más allá de las imágenes que han circulado del mismo, con lo que ocurrió en Auschwitz-Birkenau durante la Segunda Guerra Mundial; con la preocupación adicional de que este caso sea equiparado como el “Ayotzinapa” de la 4T.
En este sentido, el debate público y mediático se ha centrado en torno a si es posible definir a este rancho, de forma excluyente, como un ‘campo de entrenamiento’ o como un ‘campo de exterminio’; o es una cosa o es la otra, sin matices ni combinaciones. Tanto el gobierno federal y los medios oficialistas se van inclinando por la primera opción, en claro antagonismo con los discursos de los opositores y de la comentocracia que, se les acusa, han hecho uso frecuente del segundo término. Este asunto ha derivado en una lucha política por nombrar y clasificar la aparente realidad del Rancho Izaguirre, ya sea para minimizar o para magnificar el caso; como si una realidad o la otra supusieran una menor y una mayor gravedad, respectivamente.
Es muy probable que la primera vez que se usó el término ‘campo de exterminio’ para el contexto mexicano fue en 2016 por parte del Grupo Víctimas por sus Desaparecidos en Acción (VIDA), quienes encontraron, vía denuncia anónima, miles de fragmentos óseos en un predio del ejido Patrocinio del municipio de San Pedro de las Colonias, Coahuila. Fecha desde la que también se empezó a usar el término ‘zona de exterminio’; y el cual era desestimado por Rubén Moreira, gobernador de aquellos años (Fabrizio Lorusso, ZonaDocs, 26/03/25).
Posteriormente, el término ‘campo de exterminio’ fue mencionado en el informe académico de Sergio Aguayo y Jacobo Dayán titulado El yugo Zeta. Norte de Coahuila 2010-2011, publicado en 2017. Texto donde se relata el caso del Penal de Piedras Negras, el cual era usado como cuartel de operaciones de Los Zetas y en cuyas instalaciones, además de diversas actividades, se torturaba y asesinaba personas, e incluso se desaparecían sus cuerpos. Lugar que al menos cumpliría con los criterios histórico-jurídicos para ser denominado de esa manera, pues los criminales actuaban en un recinto propiedad del Estado (Leire Ventas, BBC-Mundo, 28/12/2017). En aquel año parece que nadie discrepó firmemente sobre el uso del término.
Y en 2021, de acuerdo con un informe elaborado por la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB), dirigido en aquel entonces por Karla Quintana, se reportó la recuperación de 500 kilos de restos humanos en la localidad de La Bartolina, municipio de Matamoros, Tamaulipas. Restos que se fueron encontrando desde 2017 en un gran ‘sitio de exterminio’ y de cremación clandestina. A partir de esos años las mismas madres buscadoras, la CNB y los medios empezaron a usar ese término (Óscar Misael Hdz., A dónde van los desaparecidos, 28/11/ 2021). Tampoco recuerdo alguna polémica puntillosa sobre su uso.
De hecho, en algunas entrevistas que ha dado a medios Indira Navarro, líder de Guerreros Buscadores de Jalisco, ella denomina indistintamente al Rancho Izaguirre como ‘lugar de exterminio’, ‘sitio de exterminio’, ‘campo de exterminio’ y ‘zona de exterminio’, sin entrar en disquisiciones terminológicas, pues solo se ha preocupado por describir los hechos, por enunciarlos.
No pasemos por alto que los diversos testimonios públicos y periodísticos sobre el Rancho Izaguirre sugieren que había una práctica regular de eliminación de quienes “sobraban”: de los débiles, de los que desobedecían o de los que intentaban escapar. Y esto podía deberse a cuatro “necesidades” de los administradores de la finca: evitar la posterior denuncia de los prófugos; deshacerse de los “inútiles”; intimidar y disciplinar a los demás internos; y aprovechar sus muertes para realizar prácticas de insensibilización de los reclutas. Allí no sólo había instrucción paramilitar, también se cometían asesinatos de manera habitual y se desintegraban cuerpos de forma sistemática, con la intención expresa de no dejar ningún rastro de ellos. Ante esto ¿es inaplicable, a primera vista, la idea de exterminio?
Y tampoco olvidemos que los significados de las palabras varían con el tiempo, según el contexto y de quienes las utilizan. Considero que para las madres buscadoras no sería inapropiado denominar como campos, sitios, zonas o lugares de exterminio a esos espacios donde se evidencia que hubo homicidios recurrentes y prácticas metódicas de descuartizamiento y combustión de cuerpos, y los cuales pudieron haber sido sus seres amados. Familiares de desaparecidos que son testigos, de propia mano, de los vestigios de esas atrocidades.
Por lo que pretender desacreditar el uso de ciertos términos problemáticos porque evocan imaginarios sociales malhadados o porque no se ajustan a tipologías históricas y jurídicas (teóricas) –como las del infame pasado nazi– me parece tanto un ejercicio de insensibilidad, como un intento apresurado, mediocre y poco serio de análisis y reflexión. Estamos ante un acontecimiento no nuevo, más bien sorpresivo, pues el Rancho Izaguirre representa un fenómeno al que las autoridades no le han prestado la suficiente atención ni le han dado la debida importancia; y el cual, por el momento, desborda la comprensión e imaginación de quienes somos ajenos a su distintiva barbarie.
Las familias buscadoras nombran la espantosa realidad conforme se revela ante sus ojos y a su entendimiento, según su propia experiencia y lucha, no desde las necesidades de precisión conceptual que nos preocupan al sociólogo, al historiador o al jurista, ni mucho menos desde la corrección política del simpatizante de la 4T, ni desde la acusación flamígera del opositor. Seamos responsables de nuestras palabras, pero también seamos respetuosos del sentir, de la mirada y del decir de las víctimas. No cometamos el error de ignorarlas y silenciarlas para favorecer nuestras disputas políticas, porque su causa nos concierne a todos.
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