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AL NORTE RESPLANDECE LA TIERRA PROMETIDA
David González

Esperanza, sentada en los escalones de la entrada a la Estación del ferrocarril Unión, frente a la plaza, trata de observar lo que le rodea, como si bebiera ese mundo nuevo, tan diferente a todo lo que ha conocido en sus quince años. No le importa hambre ni calor, ahí sentada a la sombra del edificio, admira los automóviles que transitan veloces hacia ningún lado, las personas caminan con prisa sin voltear a verla, muchachas con vestidos ajustados y zapatos de tacón, sus cuidados peinados y labios pintados, elegantes y altaneras, como distraídas. No se ve como una ellas, aferrada aún a la punta del rebozo de su hermana Sara, que le ordenó no soltarla por el riesgo de perderse entre tanta gente, que como ellos esperaba en la estación, cansados por el viaje, sudorosos, ennegrecidos por el humo de la máquina, que entraba por las ventanas del vagón y los hacía toser después de varias horas de haber llegado.

    Sintiendo todavía la vibración y el tracatraca con cierto ritmo del andar del ferrocarril, que los transportó desde su tierra, a la ciudad, a Monterrey, que se le hizo inmenso por todo lo que logró ver desde que su cuñado dijo que ya habían llegado.

    Nunca había visto tantas personas juntas. Se cubre la boca con su rebozo para no mostrar su sonrisa y emoción, abraza con fuerza el bulto donde carga sus pertenencias, todo lo que ha tenido en su vida, ve a su hermana, con sus pies llenos de polvo, igual que los de ella que sintieron raro el piso de la estación, tan liso y limpio, fresco. Con los ojos bien abiertos, alertas, le dice a su hermana en voz baja al oído: zonza, no te asustes, como exorcismo de su propio miedo. Sara le señala con un movimiento de cabeza al padre de ambas, la piel requemada, por toda su vida de trabajo bajo el sol, con la guaripa inclinada, el pantalón remendado, fumando un cigarro, finge tranquilidad, como si viajar fuera algo común para él, una labor que realizara todos los días, su silencio y la vista fija en sus huaraches de dos correas, lo delatan, está preocupado.

    Ya no sabe qué está esperando, ve a sus hijas acurrucadas a pesar del calor, sus pies descalzos, el polvo en sus faldas, la mirada de niñas extraviadas, todas las cosas nuevas que ha visto en tan corto tiempo no le permite entender que es lo que pasa, lo que tiene que venir, todo nuevo, los últimos días en el rancho, la despedida, la conclusión de tener que salir como si estuvieran huyendo del rancho, del futuro que se repitió varios años, trabajar para malcomer, porque los últimos días de seca, no había para donde voltear, ni donde trabajar, ni donde pedir fiado para comer, ni a quien arrimarse porque todos estaban igual.

    Cuando su yerno le leyó la carta que le mandó su pariente aprendido de memoria de tanto deletrearlo, sonó como algo alcanzable, algo posible.

    -José, ¿qué dice el papel?

    “Hay trabajo para ti, tu mujer, tu cuñada y tu suegro. Hay trabajo para todos”, decía la promesa. Las palabras no le sonaban huecas, había oído hablar que en la frontera se encontraba trabajo todo el año, en los cultivos de algodón, en diferentes trabajos de la labor y con suerte hasta podía ser contratado como bracero en el otro lado, regresar al pueblo con buena ropa, botas y sobrero de fieltro, sus mujeres arregladas como damas de la ciudad, sonaba como algo posible, no como las promesas de los agraristas: “compañeros hay que unirnos y formar un comité agrario, hay que luchar por las tierras por las que nuestros padres pelearon en la revolución”, pero eso involucraba faltare el respeto al patrón y el castigo era duro, no volver a trabajar para él.

    Sin trabajo, con la única esperanza de llegar pronto a la frontera, sólo falta un último tramo, se daba ánimos, ya lo difícil estaba muy atrás, ya no importaba un día más o una noche. Al llegar a Monterrey los recibieron con una mala noticia: había que esperar el próximo tren, podía tardar. Un descarrilamiento o algo así, reparaciones en las vías o falta de carros y ¿si tardaban más tiempo?, el poco dinero que lograron juntar para salir del pueblo se podía acabar, lo que juntaron de malbaratar sus escasas pertenencias y lo que sus parientes consiguieron para prestarles era poco, qué tanto podían darles si estaban en las mismas condiciones de jodidez que ellos.

    Había momentos que parecía se anunciaban buenas noticias, alguna persona detrás del mostrador, los hombres se amontonaban frente a la ventanilla de venta de boleto, algunos gritaban solicitando un pasaje, la excitación parecía sacar del letargo a todas las personas, de lado a lado presuroso se movían cargando sus bultos, con pasos apurados la masa se deslizaba como una lenta ola, hacia las puertas de los andenes para tratar de subir corriendo a los vagones y conseguir buenos lugares. Falsa alarma, todos regresaban a sus puestos desanimados y de mal humor por la desesperación. Dos días de camino en tren y tres de espera de cientos de personas en la estación, aunados al calor y el sudor, hacían un ambiente plagado de olores agrios, que se combinaban con los olores de niños que deambulaban en la estación tratando de vender algo: periódicos, pan, lustrar calzado y tratando de agradar a los foráneos, para ver si les ablandaban el corazón y les daban algo de su comida. Comida y la manera de ir al sanitario era un martirio, todo costaba dinero, mucho dinero empezando por el restaurant del chino dentro de la terminal, por fuera, el más humilde taco de dudoso contenido, que mujeres ofrecían a cada momento o ir a tirar el agua costaba y el dinero cada vez era más escaso.

    José se detuvo un momento antes de cruzar la calle, admiró el enorme edificio de piedra gris de la Estación Unión, sus enormes puertas, los grandes ventanales y sus techos de varias aguas, se preguntó dónde conseguirían esas enormes vigas y el trabajo que costó construirlo, comparo en su memoria el cuarto donde hasta hacía varios días vivía y al que secretamente pensaba no regresar nunca, las vigas rudas y torcidas del techo, armado con garrocha y tierra, oscuro y bajo, la cocina de varas de jara y palos ennegrecido por el tizne. Pensó en que había un futuro inmediato y posible, que lo que estaban padeciendo no era nada comparado con lo que habían pasado por años de incertidumbre, era sólo un pequeño pago para alcanzar una mejor vida, había quemado las naves y no había para donde regresar eso le iluminó su cara y con una sonrisa de triunfo animó a su familia, a unas cuadras de donde estaban había encontrado un mercado, compró pan y podían comprar unas sodas, con eso el hambre podía engañarse por lo menos esa mañana.

    No era raro que las personas se acercaran, gente que se encontraba en la misma condición de ellos, gente que pedía dinero. El papá le dijo a una anciana:

    -Mujj, el hambre le pide a la necesidad.

    Hombres que les preguntaban si ya tenían trabajo cuando llegaran a la frontera, otros de quienes todos desconfiaban, que les ofrecían arreglar sus papeles para pasar al otro lado, “ahí está lo mejor hombre, puro billete verde”. Por eso no les extrañó que se acercaran dos hombres; un viejo largas patillas y bigote recortado en una fina línea, como de cuarenta años, saco y pantalón a rayas, elegante, camisa blanca de algodón muy limpia y cuello almidonado, zapatos boleados y un bien cuidado sombrero gris texano, con él, un joven de 20 a 25 años, también camisa blanca, pantalón de gabardina de pinzas, bien fajado, una chamarra que combinaba con el pantalón, botas igual de lustrosas que su cabello, peinado hacía atrás y embadurnado de brillantina.

    Andamos buscando dos trabajadores, se ve que ustedes nos pueden ayudar dijo el viejo, es un trabajo de unas cuantas horas, cargar una troca con bultos de cemento. Pago bien, diez pesos para los dos. Además el flete va hasta el valle bajo del Río Bravo, a Reynosa, nos pueden acompañar en el viaje, les damos el raid, palabras raras como si supieran o conocieran de que les estaban hablando. Intercambio de miradas entre suegro y yerno, el dinero se está acabando, sí, y nos acercan a donde vamos, sí, esas últimas palabras fueron contundentes, aunque no les pagaran, pensó José. Una mirada, si, está bien. Recomendaron a las mujeres esperarlos ahí, no hablar con nadie y les dejaron dos pesos por si algo se ofrecía, les dijeron que se fueran hasta los andenes donde había más familias.

    El Chevrolet negro, amplio, reluciente, rodó lentamente por Pino Suarez, José y su suegro maravillados se asomaban por las ventanillas, vieron el Arco de la Independencia y la estatua en la parte alta, las águilas que la resguardan, los grandes árboles, la Alameda, casi vamos a llegar a la orilla les comentó a sus contratantes, n’ombre apenas vamos a la mitad, cruzaron el lecho seco del Río Santa Catarina, los tiraderos de basura en la orilla del cauce y las casuchas improvisadas de los pepenadores, le confirmaron encontrarse en la orilla de la ciudad, pero al pasar el río se dio cuenta de que había más casas, de madera y láminas, de gente igual de pobres que ellos que se quedaron por no poder regresar a sus pueblos pero que encontraron trabajo y fueron levantando como pudieron un lugar donde meterse, subieron por las calles empinadas y polvosas, de la colonia Independencia, les gustó la iglesia de Guadalupe, lamentando que no hubieran podido ir a visitarla, en la calle Hilario Martínez detuvieron la marcha.

    Bajo la sombra de un árbol, el viejo le preguntó al joven por Pancho, el chofer, ¿por qué no estaban ni él, ni la troca? la respuesta fue que le había dicho que debía llegar temprano, esperaron un tiempo y el viejo mandó al muchacho a buscar a Pancho, se fue en el carro y pasada media hora el viejo les dijo que iba a hablar por teléfono, para saber qué estaba pasando, les dijo que esperaran ahí por si regresaba el joven y se fue. Esperaron primero de pie y después sentados en la banqueta, pasó mucho tiempo, casi dos horas, y no regresó ninguno de los dos hombres, preguntaron a un vecino si sabía dónde era que se tenía que cargar una troca con bultos de cemento y les dijeron que por ahí sólo había casas. Desconcertados se regresaron a pie hasta la estación del ferrocarril recorriendo la ruta por donde habían llegado.
    Al dejar al viejo, José y su suegro, el joven se dirigió a la Estación Unión, buscó a Sara y a Esperanza y con la sonrisa más amable, como si fuera un viejo amigo de la familia dándoles confianza les dijo que iba a recogerlas, que José y su suegro ya iban en la troca rumbo a Reynosa y que ellas se irían en el carro con él. Les ayudó a cargar sus cosas y las acomodó en el asiento trasero, él era todo un caballero y no había que desconfiar, hasta a Sara ya se le estaba haciendo amable y también guapo. Pónganse cómodas porque el viaje es un poco largo, fue lo único que les dijo.

    Cuando llegaron a la estación José y su suegro, cansados y sudorosos, buscaron a sus mujeres, no las encontraron y empezaron a preocuparse, se separaron y recorrieron toda la estación, no las encontraron, tenían que estar ahí, José empezó a llamar a Esperanza a gritos y la angustia se transformó en coraje y después en desesperación, recorrían otra vez la estación y salieron al jardín, no sabían que hacer y a preguntar por ellas. Una señora con su familia les dijo que se habían ido con un pachuco en un carro grande negro, les dijo que no se fueran, pero no le hicieron caso.

    Agobiado por la emoción y el cansancio el padre se derrumbó, a José le dijeron que pusiera una denuncia, ahí frente a la estación había una Delegación de Policía. El guardia de turno llamó a la central y un jeep, adaptado como patrulla, los llevó a la Demarcación Central y los presentó al representante social para levantar la denuncia de la desaparición de Sara Pérez de Chaires, casada veinte años y Esperanza de iguales apellidos, quince años.

    Después de tres días, la Policía de Tamaulipas rescató en San Pedro de Roma a las mujeres, las encontraron en un prostíbulo al realizar un cateo, por reportes de trata de blancas.

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