Monterrey.- No quiero pasar la puerta ¡Adentro está bien!
Roberto no recuerda desde cuando le ocurre aquello, pero aún no le salía el bigote la primera vez que le gritó a su mamá que tenía miedo salir a la calle. Al principio lo dejaron pasar, pensando que era alguna etapa preadolescente o algo así. Luego los llantos, los forcejeos para volver a entrar a la casa cuando, a la fuerza, lo querían sacar a la calle. Gritos de terror que confundían a quienes lo conocían.
Y se convirtió en un problema, en un ermitaño en su propia casa, en el loco de la cuadra que de vez en cuando se asomaba por una ventana. La internet hizo lo suyo y le dio a Roberto el conocimiento justo para evitar despotricar con el encierro y, a través de una pantalla, conoció lo que para él estaba prohibido.
Y un día; después de tantas pláticas, de tantas terapias, tantos profesionales que lo visitaron (en la medida que podían conseguir sus papás) y de tantos consejos de la familia; decidió que, a pesar del miedo, debía salir a la calle.
―No quiero pasar la puerta ¡Adentro está bien! ―dijo Roberto una vez en el umbral, a nadie en particular, pues estaba solo en casa. Todo su miedo se volcaba en su cerebro haciéndole temblar. Algo ahí afuera no estaba bien y parecía el único en saberlo.
Así que primero dio un paso, luego otro. Su casa era pequeña, pero era una fortaleza que ahora abandonaba saliendo a la cochera, que solo estaba limitada con una reja de un metro de alto. Sintió la luz del sol, tan caliente que notaba la sangre caminar por las venas de su cara. El aire, sucio, enardecido, con tanto sabor a libertad. Y poco a poco fue perdiendo el miedo, la tensión se iba dándole paso a la confianza. Cuando llegue su familia, se llevarán una sorpresota al verlo afuera, como si nada.
Llegó a la banqueta sujetando con sus manos la reja caliente, como si se sostuviera de ella. Era impresionante ver con sus propios ojos lo que su mamá le enseñaba por el celular: las amplias calles, los autos, la gente. Sintió ganas de llorar, al fin era libre…
Volvió su vista al cielo y algo vio. Sus ojos se abrieron, su boca tembló. No era una mueca de asombro, era un rictus de terror ensombrecido por algo que le tapó el sol.
Gritó.
Un grito que se apagó de pronto, quedando tan solo el crujir de unos papeles que remolinearon en una asoleada cochera vacía. Después de todo, Roberto tenía razón y había algo peligroso afuera, pero ya no estaba para contarlo.