En los límites de Monterrey y Villa de Guadalupe, donde se encontraba el lugar conocido como Las Labores Viejas, entre la Carretera a Reynosa y la Carretera a San Pedro de Roma, muy temprano como a las nueve de esa mañana de julio, Bertha salió de su casa en la colonia Madero a unas cuadras del lugar a recolectar hierbas medicinales. Le habían dicho que ahí podía encontrar estafiate para curarse un mal estomacal.
Internándose en el monte que circunda la propiedad, al llegar a un cerrado carrizal se introdujo porque algo llamó su atención, algo de color que no concordaba con el paisaje. Tropezó de improviso con un bulto, llevándose la sorpresa de su vida, perdiendo el habla y las fuerzas por un momento, por el miedo, al haber visto por primera vez en su vida un cadáver y el estado en que éste se encontraba.
Corrió a avisarle a Pedro, su suegro, de 60 años, encargado de la propiedad. Pedro y su cuñado David se acercaron al lugar a comprobar de qué se trataba y vieron que el cuerpo pertenecía a un niño, desconocido en el barrio. Juntos fueron a notificarle el caso a Juan, Juez Auxiliar de aquella apartada barriada, quien a su vez dio aviso a las autoridades.
El licenciado León A. Flores, representante de la ley, se presentó acompañado de la policía e inició las averiguaciones judiciales del caso, apreciando en el desfigurado cuerpo las lesiones, producidas al parecer por golpes de una piedra o un palo, en la cabeza, cara, cuello y parte del tórax. También observaron, al hacer una inspección del lugar, manchones de sangre ya seca a los pies y en el tronco de un frondoso árbol de moras a escasos diez metros de donde se encontró el cuerpo. Ordenaron posteriormente a los practicantes de la Cruz Verde trasladaran los restos al Hospital Universitario.
Cuando los ambulantes de la Cruz Verde llegaron al anfiteatro del hospital, la guardia ordenó que se arrojara a solitario terreno baldío que se encuentra al norte del edificio, porque el desfigurado cuerpo de la víctima, ya había entrado en estado de descomposición y despedía un insoportable hedor y así estuvo expuesto a la vista del público bajo tupido manto de moscas durante tres horas y media, como si se tratase de los despojos de una bestia y no los de un ser humano.
Una grotesca fotografía publicada en el periódico El Sol, que se tomó al encontrarse el cuerpo en el baldío del hospital, exhibe el cadáver desfigurado y con los brazos alzados por el rigor mortis, al ser colocado de espaldas, posición contraria a como se encontró
Tanto Pedro como su hijo David fueron arrestados por sospechosos, siendo enviados a la cárcel correccional, para ser interrogados detenidamente y ampliar sus declaraciones.
La noticia de que había sido encontrado un niño muerto en terrenos cerca del Río Santa Catarina corrió de boca en boca, propagándose rápidamente entre los habitantes de los barrios del noreste de la ciudad. Eso más el reporte de personas extraviadas cuyas señas correspondieran con las del encontrado muerto, dio como resultado que poco después de las quince horas se presentara el obrero Sebastián Avitia pidiendo se le mostrara el cuerpo para ver si se trataba de su pequeño hijo, desaparecido desde el miércoles en la tarde, como había hecho constar en la denuncia del caso presentada en el servicio secreto. El cuerpo fue encontrado el viernes.
Al verlo en la plancha del anfiteatro, corroboraron la terrible sospecha, se trataba de Hermilo, de escasos 10 años, su hijo, reconociéndolo por las humildes prendas que traía el cuerpo: pantalón azul de mezclilla y una playera blanca desgarrada. No pudiendo controlar el llanto y su dolor, a punto de enloquecer, proporcionó algunos datos a la Policía que robustecieron las primeras hipótesis fijadas desde un inicio de las investigaciones; el menor, tras de ser asesinado y en un afán de borrar toda huella del delito, fueron arrojados sus restos al tupido carrizal.
En cuanto el afligido padre se calmó fue traslado a su casa, un humilde tejaban y se entrevistó a la madre, quien en unión de sus dos hijos menores, hermanos de desaparecido, cayó en una crisis nerviosa sin que pudiera ser calmada por sus vecinas y su marido, que trataban de consolarla. El barrio entero se congregaba frente al domicilio y demostró estar consternado, ya que el niño era muy apreciado y se exigió encontrar al criminal.
Según declaró su padre, fue probablemente asesinado durante las últimas horas de la tarde del miércoles, pues salió de su casa poco después de las dos a vender periódicos, como todos los días, y probablemente se encontró con el criminal poco después de las cinco de ese fatal día. Por la noche fue reportado a la jefatura de Policía como extraviado y no volvió a saberse de él hasta ahora.
De las opiniones de los vecinos surgieron varios testigos, un comerciante ambulante, un hijo de éste, un albañil y otros chicos vecinos dijeron que el miércoles como a las cinco de la tarde lo vieron en compañía de un individuo moreno, que usaba camisa azul, caminando con rumbo a la Carretera a San Pedro de Roma y cuando el hijo del comerciante ambulante le preguntó a donde iba le contestó simplemente. “voy a dar la vuelta”, alejándose sin decir nada más.
Lograron averiguar que Hermilo jugaba con dos amiguitos sobre la calle Félix U. Gómez, en un lugar próximo al edificio que ocupa la clínica número tres del Seguro Social, muy cercano a su domicilio en Juan Escutia en la Colonia Martínez. Un señor se acercó e invitó a los tres menores a acompañarlo, les ofreció un trabajo fácil y mucho dinero. Todos a excepción de Herminio rechazaron la invitación.
La tarde misma del fatídico miércoles el menor Guadalupe, de la misma edad que Hermilo, le acompañó hasta minutos antes del encuentro con su asesino. Pudieron observar que quien llevaba al pequeño de la mano platicando amigablemente, era un sujeto de edad mediana, complexión regular, piel morena y pelo negro, que vestía con ropa de obrero, overol azul que presentaba manchones de grasa o aceite y llevaba las mangas de la camisa arremangadas y se dirigían rumbo al oriente de la ciudad.
“Puede estar segura la opinión pública que no cejaremos un solo instante en nuestras pesquisas hasta no dar con el paradero del bestial asesino autor de la muerte del menor que en vida llevó el nombre de Hermilo, cuyo putrefacto cadáver fuera casualmente descubierto anteayer en la mañana por el rumbo de Las Labores Viejas”, declaró por la tarde el jefe de la Policía Secreta, Vicente Montemayor.
“Al conocerse en toda su aterradora magnitud los pavorosos detalles que envuelven ese crimen, agregó nuestro informante, nos encontramos frente a un peligrosísimo maniaco, un criminal capaz de llevar a la práctica las más negras hazañas, al que urge localizar y poner a buen recaudo cuanto antes pues hay el peligro de que repita sus fechorías”.
A las once de la noche aún no era practicada la autopsia, para saber si las heridas que presentaba el cuerpo en el cráneo fueron producidas por golpes.
Veinte infantes que se han reportados como perdidos a la Policía en el transcurso de los últimos meses y a ese respecto existe muy serias dudas sobre la suerte corrida por esos infortunados.
Muchas angustiadas familias, temiendo lo peor, han acudido a la Policía para indagar sobre el paradero de sus hijos, a los que habían dado por extraviados, pero vivos aún y de los que temen ahora hayan sido víctimas por el sádico.
Por fin quienes practicaron el análisis del cuerpo dictaminaron que no presentaba huellas de golpes en el cráneo, ni huellas en otra parte del cuerpo, que las lesiones eran producto de la descomposición y que había muerto por estrangulación.
Juan Gómez Reyna, cayó en poder de la Policía Secreta anoche poco después de las nueve de la noche, en el vestíbulo del cine Escobedo, cuando abandonaba ese centro de espectáculos acompañado por un menor de nombre Saúl, de doce años, que tenía en su poder desde hacía cuatro meses y se había traído desde Saltillo.
Un bolero de nombre Leopoldo alias La Perica, de veintitrés años y de raquítico aspecto, delató al homicida. Lo conocía de hace algunos años, y fue testigo de algunos abusos a menores, le tenía miedo, fue interceptado por el rumbo, no quería hablar, pero la Policía al iniciar las investigaciones le prometió protección y acompañando a los agentes siguió el rastro del homicida durante dos días; dos días que paseaba feliz en la patrulla, nunca se había subido a un coche, y sabía los sitios que frecuentaba el asesino. Durante dos días recorrieron la ciudad hasta que se tuvieron noticias de que asistiría al cine, y como se previó, se vio de pronto al salir de ese centro de espectáculos rodeado por la Policía.
No opuso resistencia. Dócilmente se dejó conducir a la jefatura. Inmediatamente se envió por el albañil y el comerciante ambulante y a tres menores quienes vieron por última ver al pequeño Hermilo, cuando caminaba en compañía del asesino en el extremo oriente de la Calzada Madero rumbo a la colonia Libertad. Con Algunas dudas al principio lo reconocieron con excepción de algunos detalles contradictorios, como la ropa que traía puesta y que no eran las mismas que llevaba el miércoles, era sin duda el mismo sujeto que llevaba de la mano a su víctima.
Al iniciarse el interrogatorio a que se le sometió el jefe de la secreta, negó enfáticamente tener intervención alguna en el caso, pero cuando ante él comparecieron los tres menores le señalaron sin titubeos: aceptó todo.
Confesó que efectivamente él acostumbraba, si no diariamente, si de vez en cuando llevarse consigo a chamacos que encontraba en la calle, con lujo de detalles relató su proceder y cómo había victimado a tantos menores que había perdido la cuenta.
Que el miércoles se llevó a Hermilo, con engaños hasta el lugar donde pasó con él la noche del mismo día.
“Sí lo estrangulé…”. Temía que me delatara, porque así se lo había dicho. “Arrojé el cadáver al carrizal creyendo que nadie lo encontraría, pero fallé…” Así explicó brevemente la forma en que dio muerte a Hermilo. Siguió viviendo su vida a la caza de nuevas víctimas asistiendo al cine para divagar, pero siempre atento para encontrar nuevas víctimas. “No sé leer, por eso no me di cuenta de que el cuerpo había sido descubierto”.
“Seguí dedicado a mis actividades. Secuestré a varios menores. No puedo recordar cúantos, pero jamás maté a ninguno de ellos. Hermilo se hubiera también salvado, pero trató de burlarse de mí… por eso lo maté”.
Entre relato y relato de sus crímenes, dejaba escapar algunas frases para buscar comprensión o simpatía, queriendo hacer suponer a los policías qué él también era una víctima del destino y de sus propios victimados, tratando de hacer una farsa diciendo que no era más que un infeliz, que desde muy niño había quedado huérfano y que la vida lo había tratado con toda crueldad.
“Se me pasó la mano… qué quiere usted, licenciado”, le confesó al fiscal. “Yo no pensaba matarlo…”, dijo cuando le preguntaron cuál había sido el motivo para asesinar al niño. Durante 35 minutos el homicida dio muestras de arrepentimiento.
“Sí, yo lo maté…” “Trató de negarse a cumplir la promesa que me había hecho y yo intenté hacerla efectiva, le cogí del cuello y apreté con fuerza mis dedos. Su cuerpo estaba lacio y su cara amoratada. Le tomé en brazos para llevarlo hasta muy cerca de una acequia que hay a un lado del cerrado carrizal y arrojé su cuerpo al lugar. Seguro de que nadie podía encontrarlo”.
Cuando terminó la diligencia el procurador y el fiscal se trasladaron a la Procuraduría dónde continuaron levantando las actas del caso formuladas con las declaraciones rendidas por los menores, los cuales manifestaron al Agente del Ministerio Público todo cuanto tenían qué decir, comprobando que Juan Gómez era el victimario de Hermilo, aparte de su propia confesión.
Cuando llegaron a bordo de dos carros patrullas al palacio de Gobierno, una multitud de unas 300 personas, entre papeleritos, boleros, y vecinos del barrio donde vivía Hermilo, se congregaba a las puertas, creyendo que allí se conducía al asesino; trataron de amotinarse pidiendo a gritos que soltaran al infanticida para hacerse justicia popular. Los policías de guardia en el pórtico del Palacio y los que conducían a los testigos tuvieron dificultades para convencer a aquellas personas enardecidas de que no iba ahí el asesino, mientras tanto tuvo que ser introducido en el Palacio por la puerta que da a la calle 5 de Mayo escoltado por los agentes. Juan, temblando de miedo suplicó a los agentes que no lo dejaran solo.
Una vez adentro del local de la Procuraduría y rendido sus declaraciones las víctimas del soldador, se efectuaron ligeros careos entre él y ellos, en los cuales finalmente aceptaba toda la culpa que sobre el arrojaban sus acusadores.
Como a las 11:30 y con el fin de ver si no había olvidado los detalles del lugar de su crimen, fue conducido hasta la calle Ejido Oriente a las puertas de los terrenos donde inmolara al menor, se le dijo condujera a los agentes hasta el lugar preciso donde dejara el cuerpo. Ahí lo esperaba otro contingente de unos cien vecinos que exigían justicia y hacían intentos por amotinarse, estaban dispuestos a dar muerte por su propia mano, pero fueron contenidos y mantenidos a distancia con la presencia policiaca.
Con pasmosa precisión condujo a los agentes de uno a otro punto, sin dejar de mostrar nerviosismo, volteando la vista a ambos lados como temeroso de que la gente que antes había pedido que lo dejaran lincharlo. Fue explicando lo que había hecho en cada lugar, sin dudar, hasta llegar al sitio donde fuera encontrado el cuerpo de Hermilo, dejando así plenamente convencidas a las autoridades de que él y nadie más había asesinado al menor.
Juan Gómez ya había sido fichado desde 1940, los antecedentes señalaban que contaba con una remisión por atentados al pudor en contra de menores de edad.
En vista de que en la diligencia practicada en el terreno donde privó de la vida el soldador al niño, el agente del Ministerio Público solicitó una reconstrucción de hechos.
Una y otra vez dirigía la mirada hacia el carrizal y los límites del terreno, aquel donde se encontraba como buscando la salida que seguramente ya había escogido de antemano, ya que conocía muy bien el lugar.
Apenas había terminado la diligencia judicial, cuando ordenó el agente del Ministerio Público que regresaran a los carros adelantándose un tanto el Fiscal, el jefe del servicio secreto junto con el secretario del Ministerio Público detrás caminaban el Jefe de grupo y el criminal, pero este le pidió que le diera permiso de hacer una necesidad fisiológica.
Apenas le había contestado que sí, cuando llegando al carrizal echó a correr, saltando por entre la maleza mientras el agente le gritaba que no corriera, él ganaba terreno rumbo a la ansiada libertad, pensando que tal vez que si lograba llegar al otro lado del carrizal dejaría burlados a los custodios y la justicia.
Se hallaba a unos veinticinco o treinta metros delante del jefe de grupo cuando éste le había seguido corriendo también, viendo que se le escapaba irremediablemente, desenfundo su pistola y le hizo un disparo al aire, pero al ver que no se amedrentaba con eso, le hizo dos nuevos disparos que le hicieron rodar por tierra.
Uno de los proyectiles le dio en la espalda y el otro en la nuca, el primero salió por el pecho y el segundo se quedó alojado en el cráneo.
Llegaron hasta donde se hallaba caído y agonizante Juan Gómez, el Fiscal y el Jefe del Servicio Secreto le preguntaron al agente qué había pasado, todo fue tan rápido que apenas se dieron cuenta de lo que había sucedido. “Si no disparo se me escapa…”, contestó el agente.
Trataron de interrogar a Juan, pero no pudo articular palabra, sólo moviendo la cabeza y mirándolos fijamente.
Se hicieron desesperados esfuerzos por salvarle. Precipitadamente se le introdujo al carro patrulla número tres y con sirena abierta, se le condujo al Hospital Universitario.
Vivía aun cuando se depositó en la guardia de ese centro médico, pero ya era demasiado tarde para volverlo a la vida. Murió sobre la mesa de operaciones de emergencia.
Los cronómetros de los médicos marcaban exactamente las doce cuando el corazón se detuvo, 38 minutos antes en punto de las once veintidós se había desprendido del grupo que formaban policías secretos y agente de Ministerio Público para emprender su frustrada escapatoria. Falleció pese a las atenciones médicas que le fueron prestadas, pues cuando se disponían a hacerle una transfusión sanguínea, aplicarle suero y colocarle un aparato de oxígeno, Juan Gómez dejó de existir.
contacto@musicaparacamaleones.com.mx