Ciudad de México.- Mi maestra María Moliner, en su diccionario de uso del español, publicado por la editorial Gredos, define puntualmente lo que significa libertad, relacionada con las costumbres humanas (la moral), la expresión, la escritura y la publicación de las opiniones, entre otras.
Fundamentalmente, libertad es la facultad del hombre y la mujer de elegir su propia línea de conducta, de la que por tanto son responsables. Libertad de expresión es la que permite a cada uno expresar sus ideas, sin que se le censure o castigue por ello.
Y libertad de imprenta es la de escribir y publicar cualquier opinión, sin previa censura del estado y sin más responsabilidad que la determinada por las leyes civiles (por cierto, muy cuestionables porque quién es ese ente social para ser juez de la libertad de los seres humanos).
Clarísimo. No queda duda de que el ser humano no puede, si no viola la ley civil, ser violentado por el Estado, por los llamados poderes, por manifestar sus opiniones.
Nadie tiene potestad de prohibirle. Si el Estado no puede; si la Iglesia defiende la libertad religiosa, nadie más tiene esa potestad. La libertad es connatural al ser humano.
Sin embargo, los defensores del estado de cosas, que buscan la hegemonía total como lo reseña el gran escritor George Orwell, cuando desnuda la dictadura, intentan apoderarse de la conciencia de la sociedad y de los individuos, e imponer sus reglas en detrimento de las libertades humanas.
Y las grandes empresas que reclaman la comunicación como su producto para comerciar, como Facebook y Twitter, y que muchos las vieron como los únicos espacios de absoluta libertad, no sólo de expresión, sino de comunicación porque agregaron el derecho de réplica inmediato, que no tenían los medios tradicionales, ahora se abrogan la propiedad absoluta del derecho a la libertad.
Si yo publico algún mensaje o imagen que al llamado CEO de las grandes empresas de comunicación le parece inmoral, inmediatamente soy castigado, aunque ellos sean de doble moral en el terreno pornográfico.
Y se van más a fondo. Si los censores de tales aplicaciones consideran que mi opinión sobre el aborto atenta contra sus intereses, me castigan. Quienes sólo publican ligerezas en las páginas digitales de Facebook o Twitter no tienen ningún problema.
Alguien dijo –ciertamente no fue el gran Voltaire– que podría no estar de acuerdo contigo, pero defendería, hasta con mi propia muerte, tu derecho de expresarte. Yo no estoy de acuerdo con lo que dice y hace Donald Trump, hasta ahora presidente de los Estados Unidos; tampoco estoy de acuerdo con algunos de los colaboradores de analisisafondo diario. Con todo respeto absolutamente su derecho de decirlo o escribirlo.
Y los dueños de tales plataformas de comunicación no están de acuerdo conmigo. Defienden la arbitrariedad de su manejo personal. Los respeto, pero no puedo menos que denunciarlos como violadores del derecho humano de opinar y expresarse en los medios de comunicación creados por ellos como tribunas, plazas públicas, para debatir e inclusive para discutir, aunque discutir sea un medio para imponerse a los demás, y debatir signifique intentar aprender del oponente.
Hoy puse atención a uno de esos personajes, punta de lanza de poderosas corporaciones, quizá inconscientemente, de las que muy pocos saben, como el llamado Club Bildelberg, que buscan la hegemonía supranacional: El director general de Twitter, Jack Dorsey, quien rompió este miércoles el silencio con una serie de publicaciones en la plataforma, en las que defendió la decisión de su compañía de cancelar la cuenta de Trump, aunque advirtió que se podría establecer un peligroso precedente.
No estoy de acuerdo con Trump. Menos lo estoy con Dorsey y menos con el dueño de Facebook, Mark Zuckerberg, quien también bloqueó la cuenta del cuestionado mandatario. Dorsey insinuó tomar acciones extremas contra figuras públicas, como cancelar la cuenta de Trump, lo cual destaca el extraordinario poder que pueden llegar a tener compañías como la suya, y el daño que pueden ocasionar. Me quedo con las libertades a las que me referí al principio de este texto.
Siendo reportero, he constatado que empresas periodísticas tradicionales, muy poderosas, siempre intentan coartar la libertad de expresión del periodista, sobre todo las sólo son usadas de parapetos para negocios colaterales non sanctos, y que están al servicio de grupos facciosos, o son financiadas por empresarios de los poderes fácticos: delincuencia de cuello blanco, y delincuencia organizada…