Ciudad de México.- Los llamados, ahora desesperados, del subsecretario de salud, doctor Hugo López-Gatell, para que todo el mundo que no tenga absolutamente nada que hacer en la calle se quede en casa, ante el altísimo riesgo de más contagios masivos de Covid-19, son como las campanadas llamando a misa. Y a misa van muy pocos.
Mucha gente ya está cansada del encierro y de taparse la boca: Unos necesitan ya reabrir sus pequeños negocios, porque materialmente ya se acabaron los ahorros y no tienen dinero para comprar los alimentos de la familia; otros porque necesitan urgentemente evitar la bancarrota; deben renta, luz, teléfono, impuestos y ni el casero, ni la empresa eléctrica, ni la telefónica y menos el SAT les perdonan las deudas.
Muchos andan ya sin ninguna protección, ni cubrebocas, ni cubre ojos, porque están seguros de que la pandemia ya fue controlada y, como ven que las altas autoridades andan por todas partes como pedro por su casa, pues siguen el ejemplo.
Otros, los más pudientes, quieren ya ir a visitar a la parentela a la ciudad o al pueblo vecino, o a otra colonia o barrio de la población donde viven. E incluso planean irse de vacaciones a algún balneario de agua dulce o una playa. Y a la mayoría le tiene sin cuidado que la pandemia siga haciendo estragos.
Inclusive se dan conflictos emocionales en las familias, en las cuales un miembro de ellas está consciente de que aún no ha terminado el peligro de contagio y de muerte y otro que está desesperado, ansioso, angustiado por el encierro que lleva ya casi tres meses. Cuando comenzó este drama, la mayoría no imaginaba que las cosas eran tan graves. Creyeron que el asunto era un buen pretexto para toma unas deliciosas vacaciones, pues no había trabajo en la oficina ni clases en las escuelas. Pensaban que unos días en Acapulco no les hubieran caído tan mal.
La noche del domingo a este escribidor se le ocurrió ver la repetición de la conferencia de prensa de salud y vio a un López-Gatell angustiado, por primera vez, clamando porque quienes lo oían y veían se quedaran en casa, si no tenían nada que hacer en la calle. Casi dijo que, por piedad, se quedaran en casa, aclarando que aún estábamos –estamos– frente a un alto riesgo de contagios masivos.
Tú sales, te descuidas, agarras el virus, regresas a casa y, sin saber, se lo pasas a uno de tu familia y éste, también sin conciencia, se lo trasmite a otro o contagia al abuelo que ya tiene 80 años de edad… y así se va haciendo la cadena de contagios y de riesgos de más defunciones, sobre todo en aquellas personas cuyo sistema inmunológico es muy débil, y las personas mayores de 60 años.
En momentos en que empiezan a activarse algunas ramas de la economía especialmente de la industria, bajo protocolos muy estrictos de seguridad, las cifras de la Covid-19 crecen de manera alarmante y preocupante: La noche del domingo 7, durante la conferencia de prensa de salud, las autoridades habían reportado que los contagios confirmados ya sumaban 117 mil 103 (acumulados desde que llegó el coronavirus a México), de los cuales 19 mil 629 eran (son) activos y ya iban 13 mil 699 fallecimientos acumulados. Y estas cifras aumentaron el lunes. Además, seguramente son mayores, porque no todos los casos, sobre todo de fallecimientos, son reportados e integrados a los reportes oficiales. Sería imposible hacerlo.
El llamado a quedarse en casa es, además de beneficio propio, en favor de los demás, de los más allegados, de quienes comparten el confinamiento en casa, de los hijos, de las esposas, de los esposos, de los abuelos. Lo pueden avalar quienes hay sufrido ya la experiencia de una fatalidad en el seno familiar. Es doloroso saber que el viejo murió sin una despedida, sin una mirada a los ojos de los seres queridos, sin una última caricia.