Ciudad de México.- Hemos vivido ya diez meses de pandemia, lacerados por la incertidumbre, el miedo a la enfermedad, el dolor, la muerte y las lágrimas y, ante esta experiencia, algunos nos preguntamos si hemos aprendido la lección que nos dan la vida y la muerte, y no somos más, en general, los egoístas de hace un año, los acusadores, jueces y verdugos de los demás.
Todo el sufrimiento, la incertidumbre, que hemos experimentado en estos diez meses de pandemia, por quienes sufren la enfermedad, o se han marchado a la eternidad sin despedirse (familiares, amigos, compañeros), era como para que hoy fuéramos más generosos, más solidarios, más amorosos, más empáticos porque, presumiblemente, ya sabemos más del dolor que produce la enfermedad y de la desolación en que nos deja la muerte de un ser querido.
Después de tantas experiencias personales dolorosas, ya deberíamos conocer el verdadero valor de la vida, del ciclo de la vida humana, que nace, crece y muere.
Debería ser, la muerte, tan natural como el nacimiento, cuando en realidad comenzamos a morir diariamente, lentamente a través de los pocos años de una vida. Deberíamos ya saber que la muerte es a la vida como la cara oculta de la Luna.
Sin embargo, nuestras actitudes –el egoísmo, el egocentrismo, el discurso de odio cotidiano-, nos están mostrando que no hemos aprendido a ser mejores, mejores de lo que éramos antes de que la pandemia se convirtiera en dolor colectivo. Y eso que no habíamos vivido dolores tan intensos y la muerte que produce el virus SARS-Cov-2.
Estamos, los seres humanos, al borde de un abismo cuya profundidad ni siquiera podemos imaginar y que nos doblega, muchas veces hasta la muerte. Pero no nos damos cuenta.
Cuando vemos atrás, en el tiempo, nos encontramos con nuestro propio rostro, acicalándose e inventando cómo evadir la enfermedad, pero aún ni siquiera podemos imaginamos que o nos salvamos todos juntos, o morimos solos.
Estamos insertados en la sociedad del egoísmo; no podemos participar afectivamente en el sufrimiento, el dolor o la felicidad de los demás; no tenemos empatía; lo único que se nos ocurre comentar, cuando alguien cercano muere, es “que en paz descanse”, “que Dios lo reciba en su gloria”, “que la luz ilumine su camino”, frases hechas, frases de cartelera; no tenemos la disposición, no de abrazar con los brazos ni de besar con los labios a la persona suficiente, sino de abrazar y besar con el alma, con una mirada, con una sonrisa, que llene de felicidad al otro o, por lo mucho, que le haga olvidar por unos momentos el dolor de no poder respirar libremente en su lecho de intubado.
Muchos ensordecemos por el ruido que ocasiona el odio vestido de análisis político, o de crítica política, o de opiniones insulsas, producto del odio. O, abiertamente, de intentos cotidianos de acabar con el que consideramos nuestro enemigo, porque no piensa ni opina como nosotros.
Estas actitudes negativas nos fulminan, nos anulan, nos cierran el paso hacia la libertad interior, que da felicidad a los demás y, por consiguiente, que nos da felicidad a nosotros. Pero qué digo, si ni siquiera sabemos qué es la libertad, menos la libertad interior.
Es una pena que no permitamos que nos lleven de la mano los vientos de libertad; nuestras emociones y sentimientos verdaderos, esos que nos reclaman sentir con los demás, padecer con los demás, ser solidarios, ser apoyo, comprender a los demás, participar afectivamente en la realidad de quienes nos rodean. Muchos están enfermos de muerte y no podemos brindarles tan solo una sonrisa que los aliente a luchar por la vida. Ser empáticos.
Lamentable, pero cierto. No hemos aprendido mucho de la vida y de la muerte. No hemos aprendido mucho del dolor que produce la covid-19. Dolores muy intensos. Lamentablemente, no somos mejores que antes de la pandemia. Pero todavía tenemos tiempo de lograrlo.