*En memoria de Eleazar González
Ciudad de México.- Hasta este viernes 10 de septiembre podía contar 180 días de un muy productivo encierro, extrañando únicamente el ir y venir del reportero. Y la envidia que me da que otros se contagien de la enfermedad en busca de la nota. Pero así es este negocio de la vida. Y de la muerte.
No puedo quejarme.
Diariamente, llevando esta vida monacal, en la más completa solitariedad, que no en la soledad porque me acompaño a mí mismo, me falta tiempo para completar mi trabajo, para averiguar con mis fuentes de información, para jerarquizar los asuntos, para redactar las noticias. Y ver, como desde la barrera del redondel, a toro y torero.
Una nueva normalidad: Despertar entre cuatro y cinco de la mañana, un baño de agua muy caliente, terminando con el agua helada. Realmente un placer que no todos pueden gozar por el miedo a una quemada o a un resfriado por el agua fría.
Enseguida ir al hermoso camellón de la avenida, repleto de árboles gigantes de toda especie, a respirar un poco de aire puro; caminar 40 minutos, ejercitarme para bajar la panza, tomar una segunda ducha, desayunar y trabajar de corrido hasta la hora de la comida y hasta que no haya nada importante para los receptores.
Una vida nada sedentaria. Intensa comunicación con las fuentes de información, minuciosa revisión de los correos que traen cientos de comunicados de todos los sectores sociales, económicos y financieros. Elegir el asunto o los asuntos dignos de ser profundizados; ver qué experto puede explicarlos, entrevistarlo por el celular o el mensajero del WhatsApp, e iniciar un trabajo de edición que nunca termina.
Suena el timbre del teléfono. Cómo vas. ¿Ya terminas? Se oye una voz que llega desde el otro lado de la línea. No. Qué va. Esto de leer la nota, valorarla, reescribirla, editarla es de locos y sólo un periodista lo soporta.
El periodismo no tiene horario. Nunca termina. Día y noche. Por eso digo que el reportero es como un perro vigilante, que duerme con los ojos abiertos. El trabajo no permite gozar a los seres queridos. Muchas parejas se separan porque no soportan esa vida de soledad de dos.
Es como la pandemia. El periodista está contagiado de bichos de dichos, de hechos, de dudas, de interrogantes, de exigencias, de una realidad que está aquí y en la que uno se sumerge para traducirla, darle contexto, trasmitirla, darla a conocer por el medio, que es como un mensajero, como el mensaje que vuela, corre o llega a través de ondas radiales a los smartphones o a las computadoras personales, sea escrito o imaginado.
La jornada resulta muy corta para averiguar, para obtener la información, para leerla, para jerarquizarla, para resumirla de modo que quede breve, concisa y precisa. Ésta es una de las reglas de oro del periodismo de todos los tiempos: información breve, concisa y precisa.
Y después de interminables luchas, entre filias y fobias, entre dudas y certezas, entre los dimes y diretes de las facciones políticas, entre escuchar discursos de odio, pararle a la acción sólo para tomar los alimentos y un descanso nocturno para olvidar de tajo el pasado y comenzar de nuevo.
El pasado no existe más. El futuro menos. Sólo el aquí y ahora. Tomar conciencia del ser y del saber, y reiniciar la búsqueda, la confirmación –hasta una mentada de madre que te lancen tienes que confirmar si es falsa o verdadera antes de publicarla–, decía mi querido compañero de La Extra, René Arteaga.
Una breve crónica de un día en la vida de un reportero.
Y mientras, que los grupos politiqueros se destrocen, más en estos días de la ira.