Ciudad Juárez.- A raíz del golpe de estado de Tacubaya y en su carácter de presidente de la Suprema Corte de Justicia, Juárez asumió el de presidente de la República. En ese período encabezó el triunfo de la revolución de reforma y venció de los franceses, evitándole quizá a México una tragedia parecida a la instrumentada unos años después por el cariñoso y cristianísimo hermano de la emperatriz Carlota, el rey belga Leopoldo II, de quien pocos saben es el mayor genocida de la historia, pues bajo su orden y organización se eliminaron a unas diez millones de personas en el Congo, mediante la esclavitud, la tortura y las masacres. El holocausto judío empequeñece ante la magnitud de este antecedente y hasta los defensores del imperio deben estremecerse por el parentesco que estuvieron a punto de contraer.
Nunca ha habido mandatario alguno sobre quien se hayan ejercido mayores presiones y amenazas de los poderes extranjeros y nunca otro que las haya resistido con mayor firmeza y talento. En 1859, instalado su gabinete en Veracruz, recibió al embajador norteamericano, quien le presentó la exigencia de una nueva cesión de territorio para su país, a cambio del reconocimiento diplomático y la protección de la armada norteamericana para frenar la inminente invasión española y el triunfo de los conservadores.
Melchor Ocampo, el hábil ministro de relaciones exteriores, después de arduas negociaciones, suscribió un acuerdo en el cual se reconocían a EEUU prácticamente la mismas concesiones ya contenidas en el tratado de La Mesilla, firmado en tiempo de Santa Anna: el libre paso de mercancías por Tehuantepec y por una ruta que atravesaba los estados norteños hasta el Pacífico.
No se enajenó un milímetro de territorio, causa importante por la cual el senado norteamericano ni siquiera se ocupó de autorizarlo, cuando estaba embromado en evitar el desmembramiento de la unión americana. Los mexicanos sí alcanzaron el objetivo: reconocimiento diplomático y tres meses después, la ayuda de los barcos estadounidenses para capturar a los primeros buques españoles que desembarcaban armas en el fondeadero de Antón Lizardo. El tratado de marras ha servido, sin embargo, para vilipendiar a Juárez, sin apreciar o ignorándolo, que se trató de una jugada política maestra en la historia de las relaciones entre un país débil y otros dos poderosos.
No en balde, Emilio Olivier, hombre de estado y escritor francés, dijo de este indio zapoteca: es un hombre de Plutarco, del que cualquier nación puede enorgullecerse.