GOMEZ12102020

Aquella creciente en General Treviño
Víctor Vela

Monterrey.- El 10 de septiembre de 1948, en General Treviño, Nuevo León amaneció inundado por una de los mayores crecientes de agua registradas, según aseguran quienes la vivieron y conocían oralmente el pasado respecto a estos eventos. Al parecer fue el municipio más afectado por un temporal de lluvias, debido a los remanentes de la “Tormenta Tropical Siete”, que trajo fuertes lluvias al sur de Texas y parte de la zona cercana a la frontera; estos chubascos se dieron en la época del famoso huracán Perro (Dog), que entró por Florida, dañando fuertemente a poblaciones al noreste de Estados Unidos.

Posiblemente los aguaceros de entonces se concentraron sobre la parte norte de la sierra de Picachos, donde nace el río Sosa, llamado así por haber sido habitado, en sus márgenes, por el mulato Francisco de Sosa, poblador de Cerralvo cuando éste se fundó, en el siglo XVI, como Ciudad de León. Su cause, que junto al del Mesillas forman las “Adjuntas de Arriba”, y al de Las Piedras de Agualeguas forman “Adjuntas de Abajo”, llega actualmente como afluente, hasta la Presa las Blancas, con el nombre de “El Álamo”.

Este río fue el atractivo principal para fundar y dar vida al lugar, a la altura del cerrito El Puntiagudo, desde principios del siglo XVIII (1705) y, hasta hace poco, la principal fuente hidráulica. Su cause pasa a unos 20 kilómetros del origen de su vertiente, primero por Los Sernas y, tres kilómetros delante, por el occidente de la cabecera municipal.

El agua del Sosa sirvió, hasta la mayor parte del siglo pasado, para el regadío de 200 hectáreas al margen poniente: desde la presa de “Los Madrigales”, construida delante de las Adjuntas de Arriba, a finales de la Guerra de Independencia (1818), hasta las colindancias con la salida a Agualeguas. Además, el caudal tuvo uso mixto (doméstico y regadío) a partir de una cortina de retención llamada “La Presa”, ubicada antes del charco “La Rosita”, que derivaba el agua a través de la acequia circundante a buena parte de la zona urbana: desde la compuerta “boca toma”, doblando cerca del panteón viejo, corría hacia el oriente para compartirse entre las del rumbo de la “Anacua Gorda” y las tierras cercanas a la carretera al Panteón Municipal; a su paso por el lado norte contaba con varias salientes a las labores de abajo, destacando la “compuerta de Pedro Cano”.

En el tramo final de su paso por esta municipalidad, el río Sosa se une al río Las Piedras de Agualeguas en el punto “Adjuntas de Abajo”; delante de ese lugar fue construida, a fines del siglo XIX (iniciada en 1877), la Presa de San Javier, una obra que fortaleció a la hacienda, del mismo nombre, fundada por Ignacio Vela Chapa en 1863. Fue el rebalse más grande de toda la cuenca, con capacidad para regar, a través de un extenso tajo, hasta 400 hectáreas circundantes a la jurisdicción.

En ríos como el Sosa, debido a su corto recorrido, la corriente es ocasional, y normalmente de baja intensidad; pasan largos períodos en los que solo se observan charcos cortados. En temporadas de lluvia sus avenidas pueden alcanzar tres niveles: “medio cajón”, “cajón completo” y, cubriendo sus costados o “anconeando”. Son condiciones de alerta cuando el agua, de color rojizo, entra por las calles y llega a juntarse con “el arroyito del oriente”, que alterna por ambos lados a la carretera a Miguel Alemán, convertido finalmente en derramaderos.

“La Creciente del 48”, aún lo recuerdan los paisanos de la región como el mayor desastre natural sufrido en la zona a lo largo de su historia. Además de los treviñenses que la vivieron, o les contaron, están los de la Congregación Juárez –río arriba– y San Javier y la Laguna –río abajo–.

En la cabecera municipal de General Treviño se derrumbaron varias viviendas, principalmente las construidas de adobe, y hubo necesidad de guarecer a varias familias en una casa hasta por un mes que duró la reconstrucción, todo gracias a la solidaridad de los treviñenses internos y migrantes de aquel entonces, así como la aportación explícita del municipio de Los Aldama, Nuevo León, en apoyo a los damnificados.

De Juárez no sabemos la magnitud de los daños materiales, pero ahí la creciente cobró la vida de una jovencita que, desafortunadamente, cayó del caballo a la corriente cuando intentaba ser rescatada por uno de sus tíos, quien se vio impedido, pues traía a otros niños a los que sí pudo poner a salvo.

En la comunidad de San Javier los daños materiales fueron aún mayores pues, al estar ubicada muy cerca del río y contar con caudal mayor debido a la afluencia del río Piedras de Agualeguas, fueron derrumbadas casi todas las viviendas, sólo quedó la casa de Lázaro Hinojosa como único vestigio de lo que fue “La Hacienda Vieja”. Destaca en este caso la generosidad del señor Vito Hinojosa, quien donó la zona de “el alto” para instalar viviendas temporales provistas por el gobierno de Arturo B. de la Garza, el que a su vez estuvo mandando víveres a los más afectados; un lugar donde después se asentaron permanentemente algunas familias, mientras otras decidieron ubicarse a orillas del Antiguo Camino a Roma, ahora la Carretera a Miguel Alemán.

Los años siguientes a “la creciente del 48” fueron de una mejor calidad de vida y notable cambio de la fisonomía urbana. La bonanza se dio gracias a las facilidades de la migración formal a Estados Unidos, que facilitó la llegada de remesas aprovechadas, atinadamente, para construir viviendas sólidas y bien situadas. También las autoridades tomaron medidas cada vez más eficaces para prevenir los desbordamientos.

Si bien a lo largo de las últimas siete décadas se han dado siniestros de igual o mayor magnitud, eventualmente los daños ocasionados no han alcanzado, ni por asomo, los estragos de aquel fatídico 10 de septiembre de 1948.