Decían los abuelos alfabetizados en el siglo XIX.
Monterrey.- Con motivo de las peculiaridades observadas al normalizarse las labores escolares, después de la severa crisis sanitaria, veo oportuno compartir las alegres vivencias de una típica escuela pueblerina.
A diferencia de ahora, a mediados del siglo pasado, el inicio de las clases era el 2 de septiembre, o el día hábil siguiente a esa fecha; en la escuela primaria estatal, Miguel F. Martínez, ubicada en la antigua plaza 5 de Mayo, hacia el sur; y transitoriamente, la rural básica Jesús Leal Garza, localizada variadamente en el barrio de abajo.
La educación en General Treviño, mi pueblo, era bastante intensa. Ya para mediados del otoño habían pasado casi 2 meses de escuela; se nos hacía eterna la semana y, más aún, la llegada de las vaciones de Navidad. Había clases en la mañana y en la tarde, de 8 am a 12 de mediodía; y de 2 a 5:30 pm; se daba un recreo de media hora para cada uno de los horarios; la salida era escalonada: los de primero y segundo salían media hora antes; tercero y cuarto lo hacían a los 15 minutos siguientes; y al último quinto y sexto.
Los tiempos de entrada, recreo y salida los marcaba el toque de la “campañía”(sic), un cencerrito plateado, parecido al de los juzgados de aquellos tiempos, con un sonido agudo de poco alcance, casi siempre agitado por la Señorita Cata (profesora Catalina Hinojosa, entonces Directora), caminando a través de pasillos y corredores.
Salvo en tiempos de lluvia o frío, el protocolo de entrada consistía en formarse, tomar distancia y, en las fechas históricas, rendir homenaje a los valores patrios: honores a la bandera y canto del Himno Nacional Mexicano; en ocasiones, como parte de las asambleas, había niños y niñas dispuestos a declamar o interpretar canciones populares; en ese tiempo vimos los indicios de talentos musicales, como los de Víctor Solís Jasso, acordionista notable del género norteño; y Adán Ibarra Aguilar, organista y creador del grupo Renacimiento 74; en ese tiempo ambos tocaban la armónica con mucha facilidad, bastante bien entonados y a buen titmo.
Después de sentarnos en los bancos de asientos para dos, abatibles, con respaldo preparado para apoyo de los de atrás y guardar los “útiles”. Se iniciaban las labores escolares leyendo en voz alta párrafos y de lo entonces libros obligatorios; en los repectivos grupos de primero a sexto, leíamos: Oriente, Poco a Poco, Adelante, Saber Leer, Corazón, Diario de un Niño y Supérate. Seguían los ejercicios de aritmética y escritura, en cuadernos pastas rojas de un cuarto de carta, en los 2 primeros años; y libretas media carta pastas azules, problemarios de papel periódico y cuaderno de dibujo a hasta doble carta, los 4 años siguientes. También llevábamos diarios de 2, 3 y 4 manos, para escribir los dictados de las cartillas sobre Gramática, Historia, Geografía y Ciencias Físicas y naturales. La mayor parte de la escritura era a lápiz; ya en quinto y sexto empezábamos a usar plumas atómicas; solo los apuntes de las maestras y de los alumnos más hábiles eran con pluma fuente, de tajo o recargable, en tinteros especiales: de vidrio con tinta azul, negra, verde o roja. Era motivo de asombro que alguien llegara con útiles como colores de cera, lápices, cuadernos y hasta mochilas, traídos del “otro lado” por sus padres o parientes “pasaporteados”.
Todos los salones estaban equipados con modestos materiales de apoyo, como pizarrón, gises blancos y borrador, escritorio y silla, un mapa de acuerdo al grado y, para uso común, un “metro” de madera, una esfera del tamaño de un balón con el mapa del mundo y un cajón conteniendo figuras geométricas de madera, como el cubo, prismas, pirámides y demás poliedros.
Después de hora y media ocupados en tan “cansadas” tareas para nuestra edad, salíamos como destapados al recreo, formando tremenda tracalada capaz de oírse varias cuadras a la redonda. Pasaban volando los minutos que los niños aprovechábamos para jugar corriendo a “la pescadita” y “los encantados” y saltando al burro bala a lo que le decíamos “una la mula” ; al trompo, “cancos” y “arriadas”; a las canicas, “la tarunguia”, “la chucita”, el “rin” y “perseguidas”. Las niñas se divertían saltando una cuerda de ixtle jalada suave y circularmente por dos de ellas, para formar una onda de 2 metros de alto; también jugaban formando una rueda tomadas de la mano, al “patio de mi casa”, y a “la víbora de la mar “. Algunos salían a comprar golosinas a las tres tiendas ubicadas alrededor de la escuela, las de “Lola Vela”, “Mela Cárdenas” y “Amalia Madrigal”, o bien a los ocasionales dulces de “jamoncillo” y “gallitos de azucar cristalizada”, vendidos por el “tío Panchito”.
Como símbolo de participación social en la enseñanza estaban los niños mayores, quienes eran encargados del aseo de los salones. Aún más significativa era la influencia del pueblo en general a través de Sociedad de Padres de Familia, encargada de recabar recursos destinados al mantenimiento de las instalaciones y vigilar el desempeño escolar; de manera informal, algunos adultos dialogaban con menores con el ánimo de aprender lo nuevo, o bien medir su aprovechamiento.
Sirva este apunte, con carácter anecdótico, como referente en el diseño de un modelo educativo compatible con un glorioso pasado, que resultó del movimiento liberal registrado a mediados del siglo antepasado, donde estarían las bases para incursionar en un auténtico proceso de transformación.