Monterrey.- La pandemia ha hecho desaparecer del paisaje humano muchos aspectos comenzando por el rostro. En México se hizo popular una figura que se sumó a otras fruto de la publicidad: la botarga, ahora también descontada.
Los individuos que animan las botargas con fines comerciales no hacen sino moverse dentro del muñeco que promueve alguna mercancía o servicio. Llegan, se disfrazan, se mueven, cobran y se van. No se preguntan, creo, sobre lo que puede haber tras lo que anuncian. A veces es una mera mercancía; otras es el poder si hemos de recordar la campaña electoral de 2006. La botarga simpática y bonachona de un médico le daba fuerza al dueño de una empresa que se candidateaba para la Presidencia de la República.
Por alguna razón he asociado la figura de las botargas y a quienes las animan con los intelectuales que publicaron el manifiesto titulado: Contra la deriva autoritaria y por la defensa de la democracia. Ante pronunciamientos colectivos que intentan alcanzar el mayor significado posible, usualmente me pregunto qué quieren en el fondo sus autores, pues con frecuencia lo que dicen querer es distinto de lo que en el fondo quieren. Y éste me parece el caso.
Lo que quieren los autores de ese desplegado y el que le siguió es lo mismo que quieren Frenaa y su destacado vocero, el ex ejecutivo de Cocacola-Femsa, Gilberto Lozano, uno entre otros coprófonos que intoxican las redes sociales; lo mismo que quiere el ex arzobispo de Guadalajara, Humberto Sandoval Íñiguez, pastor de género (los feminicidios obedecen a “la imprudencia de las mujeres”) y reinventor del macartismo; lo mismo que quieren todos esos periodistas y medios a los que sobresubsidiaban los gobiernos anteriores; lo mismo que quieren los de las caravanas de autos antiAMLO; lo mismo que quieren los gobernadores de la oposición en modo vintage; lo mismo que quieren el priísmo panificado, el panismo priíficado y el perredismo prianificado; lo mismo que quiere la oligarquía y la derecha más rabiosa del país. Esa es la coalición a la que se refieren los signatarios del documento: la que no votó por López Obrador contra la mayoría que lo llevó a ejercer la autoridad del Ejecutivo federal.
Ellos han leído a Sartre, a Canetti, a Foucault. Saben, así, que las palabras no cobran un sentido social por sí mismas, sino por el contexto en el que se pronuncian. Su historia, con otras palabras, se hermana a las otras historias de voluntad opositora que tienen un mayor radio de difusión.
En su desplegado afirman que tomó muchos años eliminar el autoritarismo –del que acusan al actual gobierno– y establecer la democracia en nuestro país. Si los mexicanos hubiéramos experimentado lo que una democracia significa podríamos estar de acuerdo con su afirmación.
Pero en México la democracia nunca ha existido, ni existe ahora mismo. Puede haber un gobierno con prácticas más o menos democráticas, pero esto no asegura la existencia de la democracia. No puede haberla –ellos lo saben– en una nación con una tan pronunciada cordillera de ingreso como es la nuestra; tampoco puede haberla donde la propiedad de los medios de producción y mediación es absoluta y le da a sus dueños, en consecuencia, un poder prácticamente absoluto sobre las relaciones laborales, las utilidades y precios condicionados por las mercancías bajo su control.
La reducción al trámite electoral es sólo una parte –y no la más significativa– de una democracia. Si así fuese, el voto mayoritario que eligió a López Obrador sería, por segunda ocasión en este siglo, la concreción plena de la democracia. No lo fue con Fox el súbdito, menos con Calderón el espurio o Peña Nieto el corrupto; el propio gobierno de Morena está aún por demostrar hasta dónde resulta democrático, según su programa.
Si en verdad defendieran esos intelectuales un principio elemental de democracia, su defensa estaría centrada en lo que favorece a los trabajadores y en contra de lo que los daña. La democracia es el poder de los trabajadores por encima de cualquier otro. La razón es simple: somos la gran mayoría. Otra cosa es que el capital compre o seduzca su voto y tenga a muchos de sus líderes dentro de su seno y que, por ello, los trabajadores voten contra sí mismos.
¿Acaso se han pronunciado esos intelectuales por eliminar el outsourcing, por hacer que la riqueza sea más horizontal exigiendo que los que más tengan sean los que más paguen impuestos; por eliminar las empresas que especulan con las pensiones de los trabajadores? Cuestiones que son viables dentro del capitalismo al que se cuidan de mentar. Disfrazados de demócratas enfatizan sólo la liana política, y si hablan de economía es para reclamar lo que reclaman los líderes empresariales: que se endeude el gobierno para rescatarlos de lo que dejan de ganar en virtud de la crisis.
La que generaron fue una pequeña discusión a la que bastaron unos cuantos días para extenuarse. Si vuelvo sobre ella es porque algunos de esos intelectuales, tras haber sido exhibidos en su ausencia de honestidad, siguen opinando en el mismo tono de autoridad como si no la hubiesen perdido, y lo que escriben fuese algo más, como dijo Witold Gombrowicz, que “Oh, papel, papel; palabras, palabras.”