RODRIGUEZ29112024

COTIDIANAS
Si quieres hacer reír a Dios
Margarita Hernández Contreras

Dallas.- El 30 de abril de 1989 dejé mi ciudad, según yo temporalmente. Dejé lo conocido y lo bien amado: mi casa, mi madre, mi hermana, mis sobrinos y mi Primer Gran Amor.

Los veo en la acera despidiéndome mientras yo abordaba un taxi (no lo recuerdo, pero lo supongo) para viajar a Estados Unidos.

No es que recuerde esto gracias a mi memoria prodigiosa. Sé que es cierto porque las madres no olvidan ciertas fechas. Y mi madre alguna vez me recordó que “hoy era el Día del Niño; acuérdate que esa fue la fecha que saliste de Guadalajara”. Después, como buena representante de la agencia de viajes a La Culpa, me enfatizó que ella no se podía imaginar el sufrimiento que yo le iba a causar al no comunicarme con ella por meses. “Ahora que eres madre, tal vez puedas vislumbrar lo que es no saber si tu hija tiene dónde dormir, si tiene para comer, si está bien. Así me tenías a mí”. Chin, madre, dame pasaje hasta el punto más recóndito de ese mapa de La Culpa, plis.

Los gringos tienen una expresión que dice: Si quieres ver a Dios reír, cuéntale tus planes. Bueno, tal vez no es para que usted se ría a carcajadas de mí; pero si tiene alguna experiencia con la situación de quienes emigramos pa’l Norte, tal vez entienda mi ingenuidad. Este era mi plan entonces: Recién salida de la universidad, me faltaba hacer mi tesis para titularme. Al Primer Gran Amor también. Pensamos “ ’ámonos pa’l Norte; arrancamos un puñado de dólares de los árboles de donde verdes cuelgan y luego nos dedicamos a hacer (sin tener que trabajar en el entretanto) nuestras tesis”.

Le alargo el cuento. Así veía yo mi futuro después de mi titulación: El Primer Gran Amor y yo nos dedicaríamos a nuestras carreras (a mí la mía me apasionaba). En nuestra casita siempre habría flores frescas que llevaría hasta la puerta de mi casa el indio ladino que tocaba mi puerta desde mis tiempos de recién casada. Veía mi casita llena de flores, libros, música, amigos y luz; llena de artesanías mexicanas de Tonalá y Tlaquepaque y veía a un niño y a una niña encargados de repartir la luz, cuyos nombres incluirían el nombre de mi padre, Luis (derrotero de mi alma).

Seguro Dios se divirtió conmigo y decidió reírse a carcajada abierta porque mi futuro fue este: Tres décadas y dos años con el Amor Definitivo, desempeñándome en otro oficio que también me apasiona porque hago uso de las palabras como instrumentos de mi labor. Las flores frescas me las traía el Amor Definitivo y luego éramos los dos que nos encargábamos de que no faltaran flores ni plantas en el departamento o en nuestra casa de turno. Música y libros por doquier. Los amigos, alimento del alma, con el tiempo se han vuelto más ralos. La palabra escrita como constante de vida. No dos, pero una hija luminosa que, efectivamente, responde al nombre de Luisa.

Ya no soy aquella joven muy cerca de los 30. Los dos grandes amores ya no son; uno me lo arrancó la vida; el otro, la muerte. Habito la casa que eligiera el Amor Definitivo: llena de todo lo que nos gustaba: plantas, flores, libros. Luisa, la tocaya de mi padre, se llevó su luz a otra ciudad e ilumina el departamento que comparte con su Thomas. Los amigos se mantienen en la distancia frecuente pero aún los respiro de vez en cuando. Tengo que confesar que hay más silencio que música en mi casa desde la muerte del Amor Definitivo. La canción que más escucho (solo porque a diario la canto susurrándola) es la de “Júrame” porque es definitoria aún para el Amor Definitivo y yo. Nunca dejará de serlo.