Para Raúl
Para Vale
Dallas.- Uno nace y es cuerpo. Un cuerpo que berrea al asomo del hambre y busca el pezón de la madre. Un cuerpo que sabe gritar y llorar ante la incomodidad y el dolor. Un cuerpo que duerme y duerme.
Ese cuerpo es boca y ojos, oídos, manos y piel. Uno no sabe que ese cuerpo es controlado por un maravilloso órgano guardado y protegido en una coraza ósea y que, con el cuerpo bajo su dominio, esa masa gris también se perfecciona.
Oh, qué perfección es el cuerpo que el cerebro domina. Ese cerebro mueve el cuerpo; el cuerpo ni siquiera cobra conciencia de que, por ejemplo, levanta las cejas cuando se asombra o de que cuando extiende los labios y muestra los dientes decimos que sonríe y que ese movimiento coordinado de nervios y músculos puede ser lindo o no tanto.
Hace poco en las redes sociales vi una niña de unos seis meses, Charlie, toda armonía y equilibrio estéticos, perfecta como espécimen de bebé humana. Con la mano derecha levantada, la beba observaba embelesada su mano, maravillada mientras la giraba y movía los dedos. Su padre nos comentaba que Charlie acababa de descubrir su mano.
Desde que sufrí mi accidente cerebrovascular (ACV) en junio de 2008, cosas simples como estas me conmueven sobremanera. Fue por ese ACV que murió una porción de mi masa cerebral, específicamente, en el área de mis ganglios basales. Ahora mi cerebro controla muy pobremente los movimientos de mi pie y pierna izquierdos, así como los de mi mano y brazo izquierdos. Mi cerebro puede realizar unos cuantos movimientos gruesos, los suficientes para poder caminar con torpeza y lentitud; la caída inminente es una amenaza constante.
Mi mano izquierda hace mucho menos que eso; el puño se mantiene cerrado por más que estiro a fuerzas los dedos con mi prodigiosa mano derecha hasta que tengo los dedos en posición semiextendida. Es gracias a mi cerebro que esta Cotidianas la escribo únicamente con mi mano derecha la cual, precisa y certera, lanza a la página virtual de la pantalla de mi compu estas letras vueltas palabras. Y le agradezco a mi cerebro su afán por sobrevivir y seguir manteniéndome consciente y presente.
Por eso, más ahora que en mi juventud, me estremecen los versos de Violeta Parra: Gracias a la vida que me ha dado tanto. Me ha dado la marcha de mis pies cansados; con ellos anduve ciudades y charcos, playas y desiertos, montañas y llanos y la casa tuya, tu calle y tu patio. La visualización de estas imágenes me llena de anhelo y frustración.
Desde mi discapacidad es que puedo reconocer que el simple acto de caminar por caminar, sin pensar, es un magnífico y privilegiado acto que damos por hecho. Los millones de neuronas y células que dan forma a los músculos y nervios que el cerebro debe organizar y coordinar para que el talón se eleve y que la rodilla se flexione es un acto cronometrado de total perfección y gracia anatómica.
El caminar es simplemente una maravilla: mueves los dedos de los pies porque puedes; pero no tienes cabal conciencia de lo que tu cerebro debe orquestar para hacerlo. Yo, la lisiada, he cobrado conciencia plena de ello.
Esta tarde Marido se puso a improvisar en la terraza de casa una cortina de hule para resguardar nuestras plantas de las heladas del invierno y ver si pueden sobrevivirlas. Se armó de clavos, martillo y escalera; sube y baja va él clavando el hule a la estructura de la terraza.
Yo lo observaba subir y bajar, echando madres, peleándose con nuestra Shihtzu Lola y yo rezando para que no se caiga, como si pudiera garantizar su seguridad solo con mi pensamiento. La tarea le requirió unos 30 minutos y quedamos satisfechos con la cortina improvisada que esperamos pueda detener el viento frío antes de que queme nuestras plantitas.
Fue después que me recordé de adolescente de 14 años y de joven adulta hasta mis 20, subiendo y bajando una escalera de tijera de 12 o 14 peldaños, con una bolsa de lona colgando de mis hombros para llenarla de duraznos. Subir y bajar con aquel maravilloso y fuerte cuerpo adolescente que hacía todas estas cosas bajo la exquisita dirección de un infatigable cerebro que me permitía cantar y reír cuando mi papi me decía que en lugar de baladas cantara un son para ver si así movía las manos más rapidito para llenar las 12 cajas que era la tarea impuesta por mis padres para su familia de dos adultos y dos muchachas adolescentes.
Así eran mis días entonces y mi estupendo cerebro orquestaba todo para que yo acomodara aquella escalera entre las ramas del duraznero, subiera los peldaños hasta que los duraznos quedaran al alcance de mis manos desde donde los cortaba para llenar mi bolsa de lona, luego bajar apresurada para vaciarla en la caja por la cual, una vez llena, nos pagaban tal vez unos siete dólares.
Yo, la adolescente sana y fuerte que fui no sabía que en esos simples actos de subir y bajar, desprender frutas de su rama, meterlas en mi bolsa, vaciarlas en la caja y repetir todo esto hasta el agotamiento, mi espléndido cerebro realizaba estas maravillas cotidianas sin que yo me diera cuenta.
Fue cuando recordé toda la sencilla magnificencia de un cuerpo completo que me estremecieron los sollozos y volví a llorar su pérdida. Como es usual cuando me golpea la conciencia de lo perdido, me recompuse para seguir con mi vida, como soy ahora, lisiada y de todos modos por siempre agradecida porque estoy viva y la vida es un milagro y este cuerpo la sigue gozando. Como decía aquella otra lisiada, Frida: Viva la vida (carajo).
Diciembre de 2020