Monterrey.- Creo en un solo lunes, creador de la obligacion y la somnolencia. Creo en los alumnos tempraneros que malpeinados recorren los pasillos de los camiones urbanos –cápsulas fosforescentes antes del amanecer– buscando un asiento libre junto a una jovencita.
Creo en los malcriados niños jalados por su inexperta madre veinteañera a la escuela pública de la colonia. En sus lonches de tacos de harina y de carne asada que sobró en la reunión familiar.
Creo en los albañiles que fuman calentando su lonche en la tapa de un tambo, mientras ponen música ranchera antes de animarse a echar la placa.
Creo en la gente que hace fila afuera de los bancos, en los vendedores de pan en la parada del camión.
Creo, porque un golpe de realidad es una obligación, pero también una abominación, en el clima extremo y tan caprichoso como las edecanes que dan el pronóstico por la tv y terminan casándose con influencers. Creo en las muertes que no se publicitan, en las casas de los artistas que no son famosos, en todas las placas que las universidades le deben a sus artistas fallecidos y deberían exhibir en bibliotecas y centros culturales.
Creo en el último artista muerto de hambre y que hoy está en el más allá, sentado a la derecha del que sí recibió premios, reconocimientos y cargos públicos.
Creo, pues, en la existencia cruel y malsana de todo eso en lo que no debería creer. Pero vean bien: casi tengo 50 años y tanto el amor como el hambre –cada uno a su tiempo, pero con la misma intensidad– no han dejado de llamar a mi puerta.