Monterrey.- Nos acostumbraron a la opulencia. A construir palacios imperiales en el desierto. Al vértigo de la carrera meteórica. Los vimos como ejemplo de superación personal.
Anhelamos la decantación por sus nuevas aficiones.
Los paseos interminables en el extranjero. El círculo rojo de sus amantes, fabricadas a la medida en los consultorios de cirujanos plásticos.
Se hicieron de favores entre los poderosos. Les vendieron protección con claves por encima de los mismos jefes de las corporaciones. Tocaron las puertas sin la necesidad de hacer sala.
Muchos de los delincuentes mexicanos, los de alto calado, manejan en familia las inversiones y los proyectos. El reloj de la impunidad corre demasiado pronto. Estar en la cima y conservar la calma en lo efímero de la mañana.
Luego, en la borrasca, la penuria y el salto de mata. La corazonada de traición de los próximos. La maledicencia de los socios y la tortura de la conciencia.
Negociar con los presuntos delincuentes es el peor de los procesos. Intercambiar barajitas a fin de llenar el álbum del proceso sólido. Sin dejar un cable suelto o una posibilidad de ventaja.
Sus defensores conocen de lagunas legales. Los amparan contra la posibilidad de la justicia.
Nos referimos a los delincuentes de cuello blanco. No a los charlatanes vulgares de los grupos del narcotráfico.