Me explico. En la última conferencia semanera, el gobernador volvió sobre la UAS, sobre el PAS y la UAS, sobre la democracia en la UAS.
Dijo, palabras más, palabras menos, que cuando presidió la Comisión de Educación en el Senado de la República, se discutió la nueva Ley de Educación Superior y él apostó por ampliar la participación de los universitarios; esto es, que si bien los Consejos Universitarios existen y seguirán existiendo en las instituciones de educación superior, los consejeros deben consultar siempre a las bases universitarias, para evitar que las decisiones se tomen en la cúpula de estas instituciones.
Ningún demócrata podría estar en contra de este principio general para que haya un hilo conductor entre la representación y las bases, de manera que haya un juego virtuoso y una retroalimentación permanente.
Es más, podríamos reconocer que es la democracia perfecta y que es el lubricante ideal para que las instituciones funcionen y la representación esté legitimada.
Pero hay malas noticias: ese ideal democrático no se cumple, pues frecuentemente, una vez alcanzada la representación, esta alcanza un grado de autonomía y toma decisiones -buenas y malas- en nombre de las mayorías.
Y es ahí donde se tuerce el rabo democrático, lo acabamos de ver en la elección de los delegados de Morena al Congreso Nacional. Se llamó a votar en forma abierta a todo aquel que deseara, con el fin de legitimar la elección con la participación amplia del “pueblo”; y en realidad, movilizó a los grupos de interés en ese partido, es decir, al gobernador, los alcaldes, los diputados y las cabezas de grupos en esta mezcolanza llamada Morena; incluso participaron miembros y simpatizantes de otros partidos, entre ellos los del PRI y el PAS.
Solo que una vez hecha la elección, inmediatamente se depuró el resultado, eliminando a los catorce delegados electos provenientes del PAS, con el argumento de que era otro partido; o sea, no eran “pueblo”; y eso, de acuerdo con el relato oficial, era inadmisible: Morena es de los morenistas (o mejor, de sus élites), aquellos que se movilizaron para tener su cuota de delegados, su cuota de poder e influencia.
Ya depurados, los 70 cargos electos inmediatamente estarían, en la lógica del gobernador, llamados a volver al “pueblo”, para conocer su postura ante los nombramientos inminentes para formar el Consejo Directivo Estatal de Morena; pero resulta que este partido no tiene un padrón de afiliados (o si lo tiene brilló por su ausencia). Lo ganado, ganado estaba. La representación alcanzada se volvió por obra y magia elitista, o mejor, simples mercaderes de votos.
Y con esa representación convertida en élite, vino la parte grotesca. Elegir a la nueva dirigencia estatal que estaba acéfala desde 2015, cuando, recordemos, en un acto autoritario de la élite de Morena, decidió que los dirigentes de aquel momento eran “malovistas”, y por lo tanto, no eran confiables (¿recuerda usted lector, aquel acto donde AMLO fustigó a la militancia y luego vinieron las renuncias de cuadros tan legitimados como Jaime Palacios, quien se desempeñaba como dirigente estatal de Morena?).
Bien, el problema democrático es que los recién electos no fueron a las bases, como lo pide el gobernador a la UAS, y como lo indicaría el manual del buen demócrata; sino se fueron a una encerrona, donde no se permitió prensa; incluso a los delegados se les pidió que dejaran sus celulares, para que no hubiera registro de lo que ahí habría de ocurrir, que no era precisamente muy transparente y democrático.
No era poca cosa, se iba a elegir en caliente a la dirigencia estatal, sin que previamente se hubieran conocidos a los candidatos y las opciones por las cuales podían votar los consejeros; lo que trascendió fue que ya había una lista cerrada, que encabezaba Merary Villegas (la todavía diputada, que en la anterior legislatura federal fue señalada como una de las más faltista a las sesiones ordinarias y extraordinarias de la Cámara de Diputados); y los consejeros, algunos tan exigentes, no hicieron mutis y actuaron conforme sus intereses, votando a favor lo que se les había mandado planchado; nunca se les ocurrió ir a pedir opinión a las bases sobre cómo votar en algo tan importante para el partido.
Y venía aquello tan planchado que rápidamente se veía quiénes serán los dueños de Morena en los próximos tres años: Merary Villegas (presidenta del CDE, a la que se le asocia con el grupo de Luis Guillermo “Químico” Benítez, alcalde de Mazatlán; aunque en realidad debe tener un buen padrino en la Ciudad de México, que algunos dicen es el propio presidente López Obrador; ¿será?); luego viene Minerva Vázquez (presidenta del Consejo Estatal, posición de la senadora Imelda Castro, pieza de la tribu de René Bejarano, el “señor de las ligas”); y Manuel “Meny” Guerrero (secretario general, que responde a los intereses del gobernador). Hasta el tercer lugar el gobernador, algo inédito que uno no sea el patriarca de su partido en el estado; y como bien lo recuerda Alejandro Sicairos, se concretó a apechugar con una frase sobre Merary: “tiene méritos”.
Entonces, volviendo a los “bueyes de mi compadre”, está claro que cuando se pide democracia plena en las universidades públicas, es sobre un cálculo político; es decir, si no tengo la mayoría del Consejo Universitario para obtener lo que quiero, aplicó la máxima de que esa representación es insuficiente; y le exijo a los consejeros que consulten a las bases en cada una de las unidades académicas, lo que evidentemente choca con lo que acabamos de ver en la elección de la dirigencia estatal de Morena, donde ipso facto a los delegados se les convirtió en una suerte de élite al servicio de los tres dueños de Morena.
En definitiva, en Sinaloa y quizá en el resto del país, el discurso democrático se ha vuelto en un instrumento maniqueo para fustigar a los adversarios y justificar aquello que favorece un ejercicio del poder del nuevo autoritarismo.
¡Que se haga, pues, justicia en los bueyes de mi compadre!