El primer suceso evidenció que los vicios y carencias de un modelo político pretendidamente democrático como el de los Estados Unidos, podían corregirse gracias al denominado “cuarto poder”, pues la investigación independiente contribuye al sistema de check and balances con el que fue concebido el republicanismo constitucional de ese país. La corrupción que genera el poder es inevitable si no se ejerce una vigilancia permanente sobre su ejercicio y sus actores. Una lección que en México hemos tardado en aprender, como evidencian las constantes amenazas –incluso mortales– que hoy penden sobre el ejercicio del periodismo libre.
Por su parte, el “Año de Juárez” fue producto de crisis de legitimidad que atravesó el presidencialismo exacerbado que padecíamos en México en los años sesenta y setenta. Las masacres de estudiantes el 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971 crisparon las relaciones entre el gobierno y los crecientes sectores conscientes de la sociedad, y le pasaron factura al régimen populista de Luis Echeverría. En momentos como esos, los gobiernos autoritarios recurren al nacionalismo y los sentimientos patrios de identidad. Fue así como el 3 de noviembre de 1971 el Congreso, por iniciativa presidencial, decretó que el año siguiente sería consagrado a la memoria de Benito Juárez, en ocasión del centenario de su fallecimiento. Se le denominó oficialmente “Año de Juárez”. Para ello se estableció una comisión organizadora que fue presidida por el secretario de gobernación, el presidenciable Mario Moya Palencia.
Toda esa anualidad se caracterizó por múltiples eventos de todo tipo. Por ejemplo, se le impuso el nombre de Benito Juárez al aeropuerto internacional de la CDMX. Se cubrió el territorio nacional con esculturas y obras artísticas –algunas horrendas, como la famosa “cabeza de Juárez” en Iztapalapa– dedicadas al prócer. Televisa produjo la telenovela histórica “El carruaje”, dirigida por Raúl Araiza y producida por el genial Ernesto Alonso. El gran actor José Carlos Ruiz interpretó al mejor Juárez que yo haya visto. ¡Fue a colores! Yo la disfruté mucho en mi tele blanco y negro.
Un excelente relato de los festejos fue publicado por la historiadora Bertha Hernández, en el periódico La Crónica, el 2 de marzo de 2019 (t.ly/5eN0); cito un pedacito:
[…] menudearon en todo el país los concursos de oratoria, de poesía coral y declamación individual, todos centrados en la figura del oaxaqueño. En miles de ceremonias cívicas se cantó hasta el cansancio el “Oh Juárez, apóstol, invicto paladín/ los patrios pendones se inclinan ante ti”. Muchos mexicanos aprendieron una palabreja peculiar: “apotegma”, para aprenderse la frase, acaso inspirada por la lectura de Kant: “El respeto al derecho ajeno es la paz” […]
Hoy día cabría pensar que un sucesor ideológico del nacionalismo revolucionario, como nuestro actual presidente, habría emulado la conmemoración del sesquicentenario de este fallecimiento. Sin embargo, no ha habido comisiones ni grandes ceremonias, por lo menos en mi conocimiento. Me da a pensar que el juarismo, como liberalismo ortodoxo y radical que fue, puede resultar un poco incómodo para el “progresismo” de la 4T. Juárez no hubiera compartido el estatismo, el clientelismo, los subsidios a fondo perdido, ni el gobierno metido a empresario monopólico, como sucede con la energía. Ni siquiera se ha conservado el laicismo juarista, cuando las referencias a símbolos religiosos son frecuentes en el nuevo partido hegemónico, de nombre guadalupano. En efecto, no se podría conmemorar demasiado cuando el legado político reformista ha sido hecho a un lado.
Pero los juaristas sí debemos preservar la memoria y la herencia.
* Antropólogo social. Profesor de la Universidad de Guanajuato, Campus León, Departamento de Estudios Sociales. luis@rionda.net – @riondal – FB.com/riondal – https://luismiguelrionda.academia.edu/ – https://rionda.blogspot.com/