Hay que tener muy presente que lo que hoy denominamos “México” es un constructo social, una entidad hipotética que parte de la imaginación colectiva para vincular el concepto a la “nación” mexicana, un conjunto particular que se asume unitario. Benedict Anderson (1991) definió el nacionalismo como una “comunidad imaginada” que busca establecer lazos de identidad y unión entre individuos y grupos humanos que no forman parte de “un pueblo primordial de contacto cara-a-cara”.
En términos de Emilio Durkheim, las naciones se basan en los lazos de solidaridad orgánica o por consenso, vínculos sutiles entre conjuntos mayores de interdependencia. Lo contrario es la solidaridad mecánica o por similitud, que tiene su base en el conocimiento concreto de sus congéneres inmediatos —familiares, vecinos, amistades—, y que es propio de sociedades simples o primigenias. Don Luis González y González diría que el primer territorio es el de la “patria” y el segundo el de la “matria”.
Mucho se ha discutido sobre el origen del nacionalismo mexicano, y la corriente principal de opinión lo vincula a los procesos identitarios que surgieron en la Nueva España durante los siglos XVII y XVIII. Fue entonces cuando los valores del iluminismo y el liberalismo permitieron construir “comunidades imaginarias” que rebasaban el servilismo parroquiano que imperaba en la colonia. Los frailes jesuitas tuvieron un papel destacado en la definición de elementos identitarios, como sería la noción de un pasado vigoroso, un “México antiguo” (Clavijero) evidente en los elementos materiales heredados de las grandes civilizaciones nativas.
Otro elemento fue el mito guadalupano. Fray Servando Teresa de Mier, sacerdote brillante y heterodoxo, lanzó los trazos definitivos de la nueva identidad mexicana, cuando en su discurso del 12 de diciembre de 1794 en la basílica del Tepeyac, lanzó la idea de que el mítico Quetzalcóatl no había sido más que el apóstol Santo Tomás, predicando el cristianismo siglos antes de la llegada de los europeos. La imagen guadalupana había acompañado el recorrido del evangelista Tomás, hasta su reaparición en la tilma de Juan Diego pocos años después de la caída del último gran imperio del Anáhuac. Era entonces evidente que los españoles habían carecido de legitimidad para la evangelización de estas tierras, ya cristianizadas. Una evidencia era la “X” del nombre indígena de México: la señal de la cruz. Nada justificaba la permanencia del dominio colonial.
Esa nueva identidad, mezcla peculiar de mitos indígenas y criollos, estableció el germen del movimiento independentista de 1810, que explotó en la periferia del virreinato, donde la acción de los censores e inquisidores era más difícil. Por supuesto, el pueblo llano no sabía de nacionalismos o soberanismos, pero sí de la miseria cotidiana y el odio de castas. El levantamiento original abrazó la consigna de “¡viva Fernando séptimo, muera el mal gobierno!” Sólo los criollos educados tenían idea del significado de esta abstracción. Pero los macehuales sí entendieron cuando el cura Hidalgo agarró el estandarte de la Guadalupe y gritó: “¡vamos a coger gachupines!” Décadas de resentimiento social se desataron, y en Guanajuato y en Oblatos se sació el deseo de sangre.
México como nación tuvo un parto doloroso. Renegó de su raíz hispánica, creyendo que así reivindicaba un pasado indígena glorioso, pero lejano y cada vez más ajeno. También renegó de su raíz nativa, que quiso ver decadente; sólo una referencia para el museo de la historia “patria”. La discriminación y el colonialismo interno han impedido que el nacionalismo mexicano termine de cuajar. Sigue siendo una colección de mitos históricos y sus rituales marciales, escolares y deportivos. Falta mucho para que todos los componentes de la comunidad imaginada se sientan realmente incluidos y representados.
* Antropólogo social. Profesor de la Universidad de Guanajuato, Campus León, Departamento de Estudios Sociales. luis@rionda.net ¬– @riondal – FB.com/riondal – https://luismiguelrionda.academia.edu/ –¬ https://rionda.blogspot.com/