Deslizo con precisión el filo de mi navaja sobre las líneas impresas de la última página de un cuento. Al cortar, libero las palabras de la frase que las somete a una sola idea. Deseo confeccionar con los recortes un diente de león para soplarlo sobre la hoja que alberga mi poema. Las palabras desprendidas por segunda ocasión caen al azar sobre mis versos y los vuelve extraños. El poema se aleja de mí y no puedo más que observar cómo se eleva en su propio hálito.
En el juego imaginante, la palabra manuscrita es halada a una danza por la palabra impresa. ¿Qué posibilidades se crean ante tal encuentro? “Burbuja” “vida”. Leída así, la primer palabra adquiere el carácter de sustantivo. La segunda se vuelve, entonces, el adjetivo inédito que evoca cualidades insospechadas: Burbuja vida. La primera palabra, mira en ese reflejo para descubrirse metáfora. Así, experimenta la otredad, el ser otro, cualidad, apariencia pura. Un nuevo giro y las palabras se alternan. Otro verso se escribe. Vida burbuja. Y de nuevo: Burbuja vida, más elevada y tornasol que la primera. Las figuras surgen en cada bucle, flama traslúcida que fascina la mirada mientras desvela y desnuda hasta las entrañas.
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