DanielAngel

DOS CANCIONES PARA LA NAVIDAD EN CASABLANCA
Daniel Ángel*

Para mi amigo Carlos

Cuando llegué a uno de los Centros Locales de Artes, ubicado al occidente de Bogotá, lo escuché cantar con su voz afectada por la gripa, y al fondo las voces de los niños en coro. Se trataba de un poema de José Goytisolo llamado El lobito bueno, que Paco Ibáñez había musicalizado: “Érase una vez/ un lobito bueno/ al que maltrataban/ todos los corderos./ Y había también/ un príncipe malo,/ una bruja hermosa/ y un pirata honrado./ Todas estas cosas había una vez./ Cuando yo soñaba/ un mundo al revés”. Seguí el rastro de las voces hasta un salón donde lo vi de pie, rodeado por seis niños que lo acompañaban en la tonada. El día era claro y el sol entraba por la puerta del centro local de artes dibujando siluetas sobre los azulejos del pasillo. Él estaba sonriente, batiendo sus manos dirigiendo al pequeño coro, pero cuando me fijé en sus ojos, abultados ya, quizás atrapados tras una red de lóbregos recuerdos, observé aquella mirada que en una navidad de treinta y seis años atrás brillaba tras los barrotes y en medio de la oscuridad de una celda de la cárcel La Modelo.

     Se hace llamar Carlos Mayo, pero bien podría llamarse Carlos Abril o Carlos Diciembre, tiene sesenta y ocho años y es escritor, aunque yo prefiero llamarlo poeta. Trabaja como artista formador de creación literaria para los niños de la ciudad. Tiene dos hijos, una madre a la que cuida de acuerdo al turno que le sea asignado, sus manos son grandes y fuertes, recorre la ciudad en una pequeña bicicleta niquelada que soporta el peso de su maleta que siempre va atiborrada de libros. Su ser es tranquilo y anda por el mundo diseminando sus sonrisas, su lucha incansable por la justicia y por supuesto, sus poemas.

     Días atrás Carlos había empezado a relatarme su historia y aquella mañana, luego de su clase salimos hacia una panadería donde pedimos café y retomamos la conversación. Su historia o parte de la que me había contado caló tan hondo en mí que le pedí me refiriera los hechos ocurridos en aquel diciembre de 1981, cuando él tenía treinta y dos años y las fuerzas intactas para la lucha. El día era claro, las copas de los árboles brillaban y el viento pasaba liviano por nuestros rostros. Encendí un cigarrillo y Carlos luego de aprobar el sabor del café de una cabezada continuó.

     Fue en los albores de la navidad del 81. Carlos se encontraba en su casa cuando una escuadra del ejército llegó hasta allí para apresarlo. Inicialmente se negó a ir con ellos, mientras su hijo de tan solo dos años se aferraba a su pantalón para que no se lo llevaran. Sin embargo, el capitán que dirigía a los militares extrajo una hoja donde había escritos alrededor sesenta nombres de civiles, buscó el de Carlos, tapó los demás y se la enseñó. Se trataba de una orden de arresto firmada por el mismísimo presidente de la república Julio César Turbay Ayala, en la que se le acusaba de conspiración y se explicaba que era una detención preventiva para frenar el paro cívico que germinaba en algunos sectores, y para evitar los desmanes que pudieran ocurrir tras el supuesto paro.

     Por aquellos días en todo el país no era extraño que se apresara a la gente de esta forma. El Estatuto de Seguridad Nacional, eufemismo utilizado para hablar del Estado de Sitio o en nuestro tiempo de la Seguridad Democrática, creado en 1978 por Camacho Leyva y Turbay Ayala le confirió poderes especiales a las fuerzas armadas para detener a cualquier civil sospechoso de ser enemigo de la patria, de desaparecer a personas pertenecientes a grupos armados ilegales o simplemente a opositores y críticos del gobierno, también impedía la reunión de más de dos personas, las manifestaciones y marchas, y hasta cubrirse el rostro era considerado un delito. Por tanto, cuando el gobierno supuso, según sus fuentes de información secretas, que se avecinaba un paro cívico, imaginó que sería igual o peor al ocurrido en 1977 y decidió evitarlo enviando a la cárcel a estudiantes, trabajadores, sindicalistas y reconocidos líderes sociales. Es la ley natural del más fuerte la que utilizaba el Estado, me dice Carlos, matando siempre al más impetuoso y bravo y dejando a los más débiles para manipularlos a su antojo.

     Pero a Carlos no solo se le acusaba de algo que no había alcanzado a hacer, como era llevar a cabo el paro cívico y participar activamente en él, sino que se encontraba reseñado, o quizás podría decirse que se encontraba signado o marcado por el destino desde que era un niño y su padre le hablaba sobre la justicia, sobre la igualdad, sobre la corrupción, y cuando aprendió a leer y accedió a Marx y a Mao Tse Tung, y cuando a los ocho o nueve años, todos los sábados en la tarde caminaba hasta el bebedero de su barrio y se sentaba sobre los bultos de papa para escuchar las historias de los viejos que escanciaban botellas de cerveza y para escuchar a los tríos que llegaban a cantar sus canciones de amores fallidos y de guerras en los campos de su país. También estaba signado por el destino cuando en su juventud hizo parte de la Junta de acción comunal de su barrio y quiso hacer cosas diferentes a conseguirle votos a los congresistas y senadores, porque él sabía y sabe aún, que el verdadero cambio en el país, para que haya justicia y conciencia política, se da en los hábitos de las personas, y que son la cultura y el deporte los que pueden brindarle otras formas de ver el mundo a la sociedad.

     Por supuesto, las viejas herencias de la politiquería colombiana, aferradas hasta los más bajos niveles del poder como las juntas de acción comunal, lo señalaron y lo expulsaron pues lo veían como enemigo de los principios de corrupción que nos han gobernado durante los pocos siglos en que nuestro país es un país. Carlos, que había estudiado odontología en la Universidad Nacional, siguió trabajando por la comunidad a cuenta propia y desvinculado de cualquier grupo, atendiendo de forma gratuita a las personas que no podían pagar las consultas y tratamientos, y de vez en cuando, viajando de forma clandestina hasta los confines del país, y en medio de las selvas, atender a los campesinos y guerrilleros que tampoco tenían acceso a un servicio de salud.

     Fue así como años después la misma comunidad lo eligió presidente de la junta de acción comunal de su barrio, ubicado en la localidad de Kenedy. Fue allí donde en la década de los sesentas él le propuso al hijo del presidente de la junta cambiarle el nombre al barrio para que pasara a llamarse Camilo Torres, en honor al prócer de la independencia. Allí su vida dio un giro vertiginoso y al voltear de los días que se abrían como calles inciertas, se encontró con la literatura al fundar junto con los vecinos más jóvenes el primer periódico comunal del sector. Aprendió el oficio de escribir, de contar sucesos, de lanzar injurias, de polemizar por medio de la palabra, además les dio un espacio en el mundo a aquellos esos jóvenes extraviados de su comunidad. Luego hizo parte del paro cívico nacional del 77 y continuó con su trabajo social sin detenerse a pensar en los beneficios que obtendría. Por todo lo anterior, estaba reseñado y por eso lo apresaron aquel diciembre del 81.

     Por eso me encarcelaron de nuevo, me dice Carlos sonriendo con melancolía como quien recuerda hechos dolorosos que jamás volverán a ocurrir. Los militares lo llevaron a la cárcel La Modelo de Bogotá a la que él llama Casablanca con ironía y lo encerraron en la sección de Recepción. Lo que más me dolía en ese momento era tener que pasar la navidad sin mi hijo, sin mi esposa y sin mi comunidad, porque la navidad es para compartir en comunidad y lo que buscaba mi apresamiento y el de todos los presos políticos era individualizarnos, alejarnos de la sociedad para reducirnos hasta nuestra más mínima expresión, comenta con tranquilidad y con la mirada pegada a su segundo café que bebe a sorbos lentos.

     Allí le atrapó la tristeza del 24 de diciembre. En aquella ocasión compartió su celda con siete hombres más, entre los que había sindicalistas, estudiantes, revolucionarios intelectuales, artistas, trabajadores del común y un profesor de literatura que se convirtió en su gran amigo y al que no ve desde esos días. Esa navidad fue terrible, refiere Carlos con la voz quebrada por la gripa y la evocación, cuando estaba llegando la medianoche los reclusos empezaron a golpear las puertas y las rejas de sus celdas, gritaban, lloraban, otros rezaban, entretanto la desesperación crecía desaforadamente. Carlos se puso de pie y se aferró con fuerza de los barrotes, intentó sacar la cabeza de la celda para mirar lo que ocurría pero la oscuridad todo lo devoraba, así que imaginó los rostros descompuestos de aquellos hombres que él no conocía y que se encontraban en Casablanca, rostros de ojos famélicos, desfigurados por la tristeza y muertos por la soledad. Volvió su mirada y vio las siluetas de sus compañeros de celda arrojados en aquel minúsculo espacio, fumando y otros acostados en posición fetal. Pasada la medianoche un silencio profundo, tenebroso y tajante se adueñó de Casablanca, estaba conmocionado, me dice Carlos a quien se le escapan dos lágrimas, seguía mirando hacia los pasillos y hacia el barrio que circundaba la cárcel por entre las rejas que dejaban entrever el techado laminado de la penitenciaría y donde vio las luces de los fuegos artificiales restallar en medio de la noche y de su pecho.

     De repente sintió una mano que lo tomaba para abrazarlo y una voz que le cantó la misma canción que ahora escucho en esta mañana gris de junio, treinta y seis años después, y que me estremece, mientras imagino a Carlos joven, encarcelado y abatido. Era su amigo, el profesor de literatura, un hombre de treinta años de edad, moreno, alto, venido de la Costa Atlántica quien le entonó Memorias de una vieja canción que yo reproduzco a estas tempranas horas en la voz de Horacio Guarany, entretanto recuerdo a Carlos tomar su bicicleta luego de abrazarme, echar a andar por el mundo sorteando las bofetadas de la vida y tarareando la misma canción: “Este día sin sol es todo mío,/ golpea mis ventanas tanto frío./ Una vieja canción en mi guitarra,/ una vieja canción no tiene olvido./ Es la misma que un día nos uniera,/ en las playas lejanas de tu viejo país./ Y el otoño al ver caer sus hojas,/ viene hasta mí y me moja con su llovizna gris./ Por qué no olvido tu canción/ será porque tanto te amé,/ que aquí sentado en esta pieza/ sobre esa misma mesa/ anoche te lloré./ Por qué no olvido tu canción,/ si el río va y no vuelve más/ Reloj eterno de las horas y esta canción que llora/ sobre mi ventanal”.


*Daniel Ángel, escritor colombiano. Finalista del Premio Internacional de Novela del Ministerio de Cultura de Colombia con Niños como hierba (2014) y segundo puesto en el Premio de Novela Histórica Rosmery II, en Madrid (2017) con el libro Entre pájaros y árboles.

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