Mediodía. El sol en lo alto, sobre las dos cúpulas de la parroquia de San Francisco Javier, construida con roca oscura. Fue en la comunidad de Cerocahui, municipio de Urique, a tres horas de Creel.
Un grupo armado, sicarios de la sierra Tarahumara, bajo el mando del jefe de plaza desde hacía seis años, ultimó a tiros al perseguido, en las mismas puertas del templo. Metieron el cuerpo inerte, a rastras, quizá agonizante.
Tal parece que el guía se negó a pagar la cuota correspondiente; se había rebelado al cobro de piso. Los sicarios de “El Chueco” le dieron algo más que un escarmiento. A la vista de todos. A la vista de Dios.
Se arrimó al cadáver un sacerdote, el padre Joaquín César Mora Salazar, oriundo de Monterrey, misionero jesuita, a suministrarles los Santos Óleos. Cumplía su deber espiritual. En mala hora apareció el jefe de sicarios. Alterado con sustancias. Fuera de sí. Enfebrecido. “El Chueco” lo mató fríamente. Qué rápido se le quita la vida a un semejante. Con qué facilidad.
Otro cura, el padre Javier Campos Morales, 78 años, superior de los jesuitas en esa diócesis, se acercó a pedirle al sicario que parara la masacre. “¿Qué hiciste, hijo? ¿Qué hiciste?” También fue asesinado a quemarropa, sin piedad. ¿Qué es la piedad?
El pasado viernes el padre Javier Campos, que había llegado a la Sierra Tarahumara como superior local, vicario pastoral y luego episcopal, había visitado Monterrey, donde vivió su infancia. Nació en la Ciudad de México. Era muy generoso con los rarámuris, muy abnegado, muy entregado a las causas sociales. Un santo.
Vino a tierras regiomontanas a celebrar el cincuenta aniversario de su ordenación sacerdotal. Vino de entrada por salida. Era un día de júbilo para él, de “alegría sin medida”.
Durante la homilía, en la parroquia San Juan Bautista de La Salle, el padre Javier pidió ayuda a Dios por tanta violencia desatada en México, por tanta gente que muere acribillada a balazos. Por tanta tristeza anegada en sangre. Como si profetizara su propia muerte.
Bajaban los sicarios al pueblo. Se drogaban. Se emborrachaban. El pueblo y los habitantes eran de su propiedad. Negociaban a duras penas los sacerdotes de la parroquia. No podían con tanta violencia.
Otro sacerdote se acercó suplicante a los matones. Habló con “El Chueco”. Una hora tensa, de altísimo riesgo para su vida. Pero no lo mató. Se salvó de milagro ¿Por qué? Así lo quiso Dios. Porque Dios existe. Aunque no parezca.
“No te lleves los cuerpos”, le rogó, le imploró, le lloró; pero el capo se los llevó en la cajuela de una camioneta. “Si hablan ustedes, mato a todo el pueblo”.
Semanas antes los jesuitas de Urique habían pedido ayuda a las autoridades. No para ellos, sino para los pobladores. Sin embargo, los gobernantes no escuchan, no atienden. Les importa madre.
La gobernadora de Chihuahua, Maru Campos, dio su rueda de prensa. El presidente López Obrador ya dio su opinión en la mañanera. Muchas dudas sin resolver. Mañana a otra cosa.
Más promesas de pacificación. Más muertes violenta. Más de 100 mil desaparecidos en el país. 100 asesinatos diarios en promedio. 30 curas victimados en los últimos 10 años. Un país que huele a pólvora.
Los dos jesuitas que siguen en la parroquia de San Francisco Javier ya recibieron instrucciones de la orden para que se marchen de inmediato. Ambos dijeron que no, que ahí seguirán: sus feligreses los necesitan.
El Mal es un misterio, decía San Pablo. El Mal también es el espantoso rostro de la impunidad.