CORONA20072020

El amor, bohemios, el amor…
Joaquín Hurtado

Monterrey.- Todo era armonía, dicha y romance. Todo era cielo transparente, estrellitas, nubes arreboladas y un solecito tímido rompiendo el alba. Todo era concordia madrugadora a la hora de nuestra caminata matutina. Todo era una mañanita perfecta hasta que, ya fatigados de jurarnos amor sempiterno y dar veinte mil vueltas al parque chismeando sobre Covid y otras cosas más banales, regresamos a casita.

     Ten las llaves, amor, tú abre la puerta mientras yo recojo las flores de nuestro hermoso árbol de anacahuita -solicité a Rosy. Mi enamorada respondió, claro vida mía, corazón de mi corazón, yo abro la puerta de finas maderas importadas de Tailandia mientras tú aseas la banqueta alfombrada de florecillas. Al entrarse ella en casa escuché un grito horripilante que provenía de su garganta.

     Mi Rosy ha sufrido un accidente. No. Rosy se encontró con un intruso que al puro estilo del oso de Chipinque la quiere ultrajar. No. Halló una foto comprometedora de mis años pirujos. No. Los chillidos y gritos continuaban. ¡Ven, gordo, por favor ven rápido! -gritaba la pobre damisela en el límite de la locura. Abrí la puerta de un golpe. Entré desenfundando mi escuadra cortita. ¿Qué pasa?

     Ella señaló hacia el piso. Una chancla yacía en medio del amplio salón estilo Luis XV. Debajo de su pata de gallo (desinfectada) surgía un par de antenas brincolinas. Bah, sólo es una cucaracha, sólo oprime con tu piececito tu sandalia y cuaz, termínala de matar, qué jodidos esperas.

     Todo el amor que nos profesamos minutos antes se esfumó. Ella dijo, sabes que no puedo, no puedo soportar el sonido horrendo de una cucaracha aplastada, mátala tú. Chingado. Procedí a rematar al insecto que efectivamente generó un sonido entre metálico y orgánico. Alienígena. Algo horroroso. Rosy se enojó porque ensucié su fino calzado adquirido en algún viaje por alguna playa exótica de nombre impronunciable. Rosy gritó y gritó y gritó para así borrar el sonido asesino de mi tenis remoliendo el cuerpo del intruso. Dije a mi neurotizada mujer: anda, recógela al menos. –¡Ni madres, me da asco! –Mierda, ni eso puedes hacer, siempre es lo mismo, ya aprende a liquidar putas cucarachas de una buena vez, qué vas a hacer cuando yo no exista y tatatá -repliqué. Ella no salió de su habitación.

     Ni las narices asomaba. Sólo daba indicaciones: lavas bien la palita y la escobeta, trapeas el lugar de la ejecución, te lavas bien las manos. Desinfecta toda el área y perfúmala. Estás bien loca, contesté, ya hice bastante, ahora baja tú y haz tu parte. Nos enojamos tanto que nos odiamos y nos deseamos la destrucción mutua. Así seguimos. Callados, malhumorados, distantes.

     Bueno, y a todo esto, ¿dónde quedó aquella atmósfera de concordia y buenas vibras de nuestra relación matutina? ¡En el cesto de la basura, entre las vísceras de una vulgar cucaracha despanzurrada!