GOMEZ12102020

El escándalo de la “casa gris”
Ernesto Hernández Norzagaray

Mazatlán.- En lo alto de las ola que ha provocado el escándalo de las “mansiones” de la pareja López-Adams en Houston, en el de los saldos encontrados por la Auditoría Superior de la Federación (ASF) de las obras insignias del presidente, que arrojan hallazgos presumiblemente corruptos, en el de los asesinatos de periodistas, que ya alcanzan seis en lo que va del año; y todos ellos, seguramente, contribuyen a la caída de la percepción del presidente; y peor cuando este, en lugar de hacer un alto en el camino, apostando por la concordia, ayudando a las instituciones encargadas de la impartición de justicia, inopinadamente arremete nuevamente contra los periodistas Carmen Aristegui y Carlos Loret de Mola, sin obtener el refrendo esperado.

Y es que ante los escasos estudios politológicos del escándalo en México, el periodismo ha hecho la tarea valiosa revelando cuatro esferas de lo público: Conductas contrarias al interés público cometidos por individuos que tienen responsabilidades institucionales; conductas que afectan las normas vigentes, los sistemas de valores y códigos morales colectivos; y que están asociados al tema de la representación política y, por ende, a la rendición de cuentas que en algunos casos lleva a crisis institucionales ante la incapacidad de administrar los conflictos de interés.

El escándalo político es producto de la exhibición de elementos secretos del político en funciones o institucionales por malas decisiones que generan expresiones de desaprobación pública en los medios masivos de comunicación; e implican, además, denuncias judiciales y mediáticas; lo que genera un daño a la reputación de los agentes responsables de las instituciones y finalmente, aunque no todos los casos escandalosos, son un escándalo político, aquellos generalmente son desviaciones a la norma, estos, son mecanismos de reacción y control social.

Es el caso de la investigación periodística de las casas de Houston de la pareja López-Adams que busca y logra pegar al relato anticorrupción y austero del presidente López Obrador a través del estilo de vida de su hijo José Ramón a quien se le ve viviendo en “mansiones”, con alberca de 23 metros y manejando una camioneta de lujo BMW.

Que si es prestada, rentada, o si la paga él, o Carolyn Adams, es irrelevante y más parte de la dinámica del escándalo político, cuanto provoca conversación pública y produce efectos en la imagen del presidente que todos los días pregona la austeridad y critica severamente a quienes tienen actitudes aspiracionistas.

Y ayuda la falta de resortes institucionales para tener un control de daños cuanto el presidente asume la defensa personalísima de su familia y lo hace mal bajo la máxima: “Al ladrón, al ladrón”, como cantaría Joaquín Sabina en el Hombre del Traje Gris.

La responsabilidad institucional obligaría a que cualquier presidente en democracia en casos presumibles de corrupción en su entorno inmediato, afectivo, encabezar la investigación exigiendo que las instituciones hagan su trabajo y evitando contaminar la atmosfera pública absolviendo con supuestas conspiraciones de sus adversarios políticos.

Sin duda, en este escándalo hay una fuerte dosis de conspiración, pero válida en democracia, porque el periodismo es uno de sus pilares cuanto genera información valiosa para la toma de decisiones de sus ciudadanos.

Nadie en sus cinco sentidos puede argumentar que las “mansiones” nunca existieron y menos que es una invención del periodismo. Siguen ahí, donde siempre estuvieron, aun cuando otros sean los nuevos inquilinos, y habiendo dejado ya su estela de duda.

Consulta Mitofsky presenta información el pasado domingo del estado de ánimo social cuando señala que el 79.3 por ciento de los encuestados perciben que, en el gobierno de López Obrador, hay “mucha o regular” corrupción.

Es decir, de cada diez, ocho así lo consideran, lo que significa un mazazo en el relato anticorrupción que llevó a López Obrador a la presidencia de la República. Ningún otro escándalo había pegado tan duro a la línea de flotación de su gobierno. Y la respuesta ha sido pobre. Falta de reflejos, lejos de lo que hacía el equipo de campaña con Tatiana Clouthier a la cabeza y que ha dejado testimonio en su libro: Juntos hicimos historia.

Y es que mire, el presidente busca, desesperadamente, saldar el escándalo con su “verdad” desde la alta tribuna, descalificando al mensajero al que le da vuelo. Y su metralla mediática parte del supuesto erróneo, que desacreditándolo se le inhabilita moral y profesionalmente, buscando lograr una sentencia moral que dejaría a salvo a sus protegidos, lo que sirve para sus huestes, pero no para el resto de la población.

Y otro error: con esa respuesta la ley se mella, queda sin filo y da pie a que este y otros casos se vuelvan una simple anécdota, más en un país donde han proliferado y proliferan los escándalos de corrupción.

Más todavía cuando afirma él, e ideólogos del obradorismo, como Rafael Barajas (El Fisgón) que señalan una cruzada de la derecha internacional, donde están los intereses de grandes corporativos mediáticos y periodísticos, que, cierto, merecen ser llevados ante la justicia cuando se demuestren casos reales de corrupción, no hipotéticos, ni en función de una coyuntura y necesidades de un político poderoso, mucho menos por el rencor.

Hay mucho de esto, vivimos en un mundo globalizado, pero no basta tener el esquema teórico y la sobriedad con el que El Fisgón intentó fustigar a Carmen Aristegui para el gustillo de los obradoristas; y peor, cuando el presidente está con ese dale y dale, de periodistas que se “venden, se alquilan, que están al servicio de estos grupos de poder y son grupos de presión”, para continuar preguntando en su monólogo matutino: “¿Saben para qué los usan? Para sacar prebendas (…) para medrar, sacar provecho. Si no les dan concesiones, contratos, ahí va el reportaje en contra”.

Aceptemos que así sea, sin conceder, porque eso tendría que demostrarse con investigaciones judiciales; entonces, en todo este berenjenal, ¿dónde quedan los presuntos casos de tráfico de influencias, o el desvío de los recursos públicos exhibidos si ya se cuestionó éticamente al mensajero o a los mensajeros?; ¿era un invento?; ¿nunca hubo nada?; ¿y solo hay buenos y malos periodistas?

Carmen Aristegui dio cátedra cuando dice que el periodismo debe acotarse a “…nuestro trabajo, la audiencia y los anunciantes, anunciantes que pueden oír y ver la gente en el programa y en el portal”.

Para agregar lo que a mi juicio es el quid de la cuestión en el diferendo del presidente con los medios de comunicación y los periodistas. Vamos frente al escándalo político. Reflexiona Aristegui: “Coincido en que es necesario para la democracia que se transparente todo lo que se tenga que transparentar en cuanto a la estructura de los medios, a los intereses de los medios, tanto políticos y económicos”.

Esa es la base de la relación del poder político y los medios de comunicación en democracia. Así funciona en otras democracias más institucionalizadas y menos sujeta a los humores de una persona, por más poderosa que sea y ese es el camino al entendimiento. No generando verdades paralelas, emotivas, rencorosas, y menos donde pudiera haber conflicto de interés, cuando desde el eje del poder presidencial defiende con todo a su familia, amigos y correligionarios.

Es donde desaparece el presidente demócrata y surge el presidente con rasgos autoritarios. Entonces, lo que está en juego en los escándalos, no sólo es la impunidad que, en sí, es grave, sino la relación del poder presidencial y los medios de comunicación; y peor, con los periodistas, que como se sabe, están en la mira de pistoleros que los asesinan en los accesos de sus casas o aparecen muertos en la cuneta de una carretera, como fue el caso de Michelle Pérez esta semana, el sexto periodista asesinado en lo que va del año. Por eso, el reclamo ejemplar, solidario y emotivo en los foros donde asistió el presidente y donde lo único que ha sucedido es que hay una nueva periodista muerta.

Y es que utilizar la conferencia mañanera para denostar a Carmen Aristegui o Loret de Mola, a los “periodistas conservadores”, y no tratar los temas de fondo, es mostrar dónde están las prioridades del presidente, o lo perdido que se encuentra en su relato anticorrupción y conspiracionista, cuando debería ser la lucha contra los asesinos de periodistas y el combate contra la pobreza y la desigualdad social, como bien lo recordó Alejandro Páez hace dos semanas, sin que pareciera tener eco en las decisiones de Palacio Nacional.

Ahora la pregunta es si los otros poderes, especialmente el judicial, saldrán del papel de espectadores donde sus integrantes parecen estar comiendo palomitas y hacer su trabajo antes de que nuestros escándalos escalen en los tribunales estadounidenses y no en los nuestros; o en el caso de la ASF, se deje sin aclarar por qué el presidente rápidamente salió a absolver con su ya clásica retahíla de “no somos iguales” y “en mi gobierno no hay ladrones”.

El problema es que está la evidencia en esa información continua en el caso de los López-Adams que amerita ser esclarecida, como ha sucedido con la apertura de un expediente de investigación y qué bueno que así sea, para que de ser eficaz haya una mayor cantidad de información que sirva de contraste a los ciudadanos, y en el caso, de la auditoría federal, que después de sus dichos absolutorios ofrezca solventar los vacíos en los tiempos previstos en la ley.

En definitiva, el sustrato de los escándalos políticos, independientemente del grado de verdad o falsedad que hay en ellos, lo cierto es que pegó y fuerte en el relato dominante de este gobierno y no será auto exculpándose ni agrediendo como se recuperará la credibilidad de un presidente a la baja, sino a través de allanar el espacio para que funcionen las instituciones en beneficio del país; de lo contrario, estará el campo fértil para el siguiente escándalo, que seguramente se está cocinando en algún fogón de la oposición.

Al tiempo.