Monterrey.- Cuando él era niño vio su primera película de zombies. Ahora está solo, sentado en una banqueta. Piensa en cómo sobrevivir con su libertad, el dinero y los zombies. Piensa en esos edificios que ahora construyen donde antes sólo había casas de un piso. En los engaños que dirán en esos departamentos y oficinas, para las ofertas de amor o de empleo, en los autómatas que trabajan con la playera fajada, en los que están tristes pero dicen que son chingones porque trabajan de sol a sol y horas extras y no cobran de más. Piensa que esa gente está enferma no de la mente ni su cuerpo, sino de sistematización, que sus almas están drogadas, que estos zombies beben por alguna frustración que no alcanzan a pensar, y que los programa para que los fines de semana vuelvan a emborracharse viendo el futbol y manden a sus esposas a la cocina.
Al parecer este tipo está deprimido. Piensa, ese que antes era niño, que los zombies llegaron en 1986, que con comerciales televisivos de una mujer agitando los pechos y una marca de cerveza la mentalidad pública se vendió, que después de ese holocausto silencioso, la gente comenzó a deambular en los alrededores del estadio de Tigres y Rayados bajo el sol, bajo la lluvia, tambaleantes por la noche, tras la espera hambrienta de un bono.
Ellos tendrán otra opinión, ellos sí serán felices pero no les preocupa, les quita el tiempo pensar si la libertad es algo divertido o algo que valga la pena y te cuesta la vida. Deambulan por centros comerciales, por cafés starbucks y cursos de emprendedores. Les enfadan los pobres. No salvarán a los pobres. Ellos creen que la gente que está sentada en las banquetas no tienen voz, como tampoco los que dormitan bajo los puentes para no quemarse en el sol. Ven a los fotógrafos que captan visiones en las calles como turistas no logrados. Los zombies piensan que los demás no tienen alma. Se saben más felices, aunque no satisfechos. Siempre tienen hambre, y ya han olvidado por qué.
El zombie como crítica, primero de la Guerra Fría (una posible arma química) y después del capitalismo (deambulan donde se sentían más a gusto: malls). La dinámica del ser humano, del ser “normal” no infectado también siendo una crítica al racismo y luego al clasismo. En la noche de los muertos vivientes, un afroamericano puede ser un sobreviviente, pero aún así es sacrificable. Los pobres son considerados zombies, tal como antes eran “los apestados”, porque por ser pobres padecían la peste, y ya en la Guerra Fría serán los más vulnerables y las víctimas perfectas para los infectados. Es decir que antes de estar infectados, los pobres y no blancos, ya podían ser vistos como infectados. Este prejuicio europeo pasa por el holocausto de una pandemia zombi y llega al clasismo de los nuevos apestados (sociales) en la Purga (con una breve aportación del punto de vista de los psicópatas ejecutivos yuppies de Wall Street).
¿Quién metería las manos por un niño apestado que simplemente está ahí, sentado en una banqueta? ¿Quién tendría la suficiente compasión para no disparar a la cabeza a un niño zombie? Los pobres son carne de cañón. Siempre lo han sido.
Las grandes urbes del mundo están llenas de clasismo y racismo, donde las esposas rubias de los políticos llevan a su comitiva de televisoras y radiodifusoras gubernamentales para que las enfoquen abrazando a niños de los orfanatos, pero no se atreven a ir a hurgar entre los cartones bajo los puentes peatonales o las afueras de las centrales de autobuses para encontrar un niño con la costra de semanas sin bañarse, y abrazarlo. Porque es más fácil y bonito estrechar entre los brazos a un niño bañado.
La pobreza y el hambre debería indignar. Las pestes y los holocaustos zombies y las pandemias deberían indignarnos. Pero ante nuestra vulnerabilidad, nuestro miedo, y nuestra incapacidad de cuidarnos de nuestros propios vecinos, sobrevivimos con el morbo. Nos encantan las películas donde los infectados corren o donde los muertos vivientes arrastran sus piernas tras de nosotros. Quieren cerebros (por algo será) pero se conforman con nuestras vísceras, con nuestras emociones.
¿Quién es más enajenadamente un zombie?, se pregunta ese tipo que sentado en la banqueta, recuerda cuando era niño con vida.