Monterrey.- No salgas ¡Afuera está el peligro!
Desde niño, Roberto vivió así. Sus padres le enseñaron que salir a la calle era tan peligroso, que en toda su vida jamás había salido de casa. Aprendió a leer, a escribir y cocinar con sus papás y las pantallas, quienes se encargaron de darle todo lo que necesitaba. Sus papás trabajaban desde casa, casi tampoco salían, decían que las pantallas eran su mundo y que no necesitaban llenarse de ronchas con la luz del sol o enfermarse si llovía.
Muy poca gente andaba en las calles, que siempre se miraban desiertas por la ventana. Y si preguntabas que había afuera, te decían cosas confusas, que había seres malos, que podías no regresar porque eras muy chico, que morías si no sabías cuidarte. Y mi casa era una fortaleza, todas lo eran, bien iluminadas y con rendijas por ventanas…
―Ya no podemos salir como antes ―decía mi padre mientras mamá le asentía―, y pensamos que si les damos algunas pistas van a querer salir a verlo ustedes mismos. Ustedes no pueden salir, no ahorita, tienen que crecer un poco para que se vuelva más seguro. Como nosotros… Tan solo aguántate, ¡qué no te gane la curiosidad! Ya te darás cuenta…
Y Roberto un día creció, decidió que ya estaba grande y que podía cuidarse solo. Sintió que sus padres estaban equivocados y que había algo allá afuera que no querían que supiera. Porque ni las pantallas daban respuestas, eran temas prohibidos y te cancelaban la Red por un par de días si te descubrían hurgando en el tema.
Hoy papá y mamá no están. Roberto encontró la forma de abrir la puerta.
Al principio le dio miedo, anduvo por la cochera sellada y abrió las cortinas corredizas hasta hacer una rendija por la cual asomarse. Todo se miraba en paz. Aun así, sentía pánico, tantos años escuchando lo mismo que, a pesar de no haber nada en la calle, le temblaban las piernas. Pero ya estaba ahí… además, demostrarle a sus padres que estaban equivocados le daba un motivo irreal para exponerse a un peligro que ahora le resultaba imaginario.
Así que, poco a poco, salió.
La luz del sol era cálida, ardía, en especial en los ojos. El aire caliente se sentía enrarecido, nada que ver con lo que salía de los aparatos de ventilación, pero no estaba mal. Dio dos pasos a la calle… Miró alrededor. El espacio y la sensación de libertad era abrumante. El teléfono pilló al quedarse sin señal. El cielo, de tan azul, brillaba con esperanza. Estar afuera no estaba nada mal. Así que caminó un poco, hacia la esquina. Llegó a una plaza desierta. No entendía como era que podían hacerlas si nadie la utilizaba ya, pero eran esas cosas que no entendía del gobierno y la política. Se arriesgó unos pasos más allá para contemplarlo todo. Minutos después regresó sobre sus pasos, pero no encontró su casa, dio varias vueltas más y se perdió por no haber puesto atención.
Pidió ayuda, pero nadie la abrió la puerta o se detuvo para ver que necesitaba. El manto oscuro de la noche calló sobre las calles y la desesperanza lo invadió. Pero la suerte le sonrió cuando más abrumado se sentía, pues su teléfono encontró la señal de la Red de su casa y pudo llegar a ella.
Toco la puerta con todas sus fuerzas. Asustado. Ya no quería más estar afuera, desprotegido. Acechado por algo que no sabía ni entendía. Sus padres abrieron la cochera, pero lo detuvieron en la puerta.
―Dame tu teléfono ―le dijo su padre. Su mamá lloraba desconsolada.
Roberto se lo dio y su padre le dio uno nuevo, más austero y con la pantalla encendida.
―¿Por qué te saliste? ―sollozó la madre. Roberto no sabía que decir.
―Ya no puedes volver a la casa ―le dijo su padre antes de cerrar la puerta y dejarlo afuera―. Busca el hogar con el localizador que te acabo de dar. Ahí te van a dar un trabajo, una casa y con quien vivir. Quien deja de obedecer está condenado a vivir de otra manera, ahí te lo van a explicar. Te van a decir la verdad, que podrás decírsela a tus hijos cuando tengan edad. Te saliste de la casa… ya no puedo hacer nada por ti.