En memoria de Pedro Arredondo Morales
Monterrey.- Tendría unos doce cuando lo conocí, él quizá, algunos 17 años. Él era amigo de Juan, mi hermano mayor; se identificaron mediante la música, cargaban sus guitarras de caja como una tabla en el océano social, y así, formaron un trío afín con Andrés, mientras Refugio, Ernesto y Jaime los apoyaban con los coros y las maracas. Cada tarde-noche, de continuo, se juntaban en la glorieta, alrededor del encino en la plaza de la colonia 20 de Noviembre, y al paso del tiempo, con la práctica constante, fueron los primeros músicos del barrio en llevarle serenata a mi madre y a las madres de todos los demás.
Algo que los caracterizaba a todos ellos, era su desprecio al cigarro, a la cerveza y demás vicios, así como a la mala jerga de palabras malsonantes, porque eso no iba con el discurso melódico de las canciones románticas de trío que a ellos les seducía y los extasiaba. Con el paso del tiempo, las incidencias propias de la vida en la sociedad los fue alejando uno del otro. Pedro abrazó la educación universitaria y la psicología fue su mundo. Mi hermano entró a estudiar mecánica automotriz, lo cual era su coco desde la infancia; por ello desarmaba los juguetes eléctricos para conocer su contenido interior y ver cómo o por qué funcionaban, aunque al final terminaba apachurrándolos con un martillo por no poder armarlos de nuevo. Ernesto entró a estudiar Contaduría, Jaime se convirtió en Técnico Eléctrico, mientras que Andrés y Cuco atacaron los diversos trabajos ofrecidos por las factorías de la ciudad de Monterrey.
Mi gusto por la música me llevó a juntarme con algunos amigos del barrio y logramos formar un grupo musical, donde el rock era la base de nuestro repertorio, así que el rock en español de grupos como los Reno, los Hitters, Las Moscas, Tropa Loca y los Rebeldes del Rock –entre muchos otros– nos dieron la oportunidad de hacer bailar a miles de bailadores en quinceañeras, bodas y kermeses populares de nuestro barrio, y de toda la zona metropolitana de Monterrey, además de tocar en eventos en Tamaulipas y Coahuila, aunque también traíamos rolas de los Beatles, Santana, The Doors, Venturas, y baladas de los Ángeles Negros, los Solitarios, Apson Boy, así como música regional y piezas instrumentales, sin faltar las aclamadas cumbias y los necesarios valses. Ese período musical duró tres años continuos, ya que sufrí un accidente automovilístico y terminé lisiado de mi mano derecha, aunque con apuros y mañas aun así seguí tocando dos años más, pero ya de una manera eventual, debido a cuatro operaciones posteriores, y a mi ingreso a las filas universitarias, donde abracé la carrera del periodismo.
Con el correr de los años, mi hermano Juan se casó al igual que Ernesto, y Cuco y el grupo de amistad prácticamente se disolvió, puesto que Ernesto y Juan cambiaron su residencia del barrio a otra parte de la ciudad, al igual que Andrés, aunque Cuco y Pedro no dejaron de ser vecinos y Jaime emigró a Norteamérica. Y yo también con el correr de los años sufrí igual suerte matrimonial, y aunque mi residencia fue nómada por algunos años, finalmente me establecí cerca del barrio y constantemente pasaba a visitar a mis padres y en el camino me encontraba a Pedro, quien siempre me pedía razón de mi hermano. Pero desde que se casó Juan cortó prácticamente lazos con todo el grupo y se dedicó por entero a su familia, como única prioridad personal.
Pedro abrazó la docencia universitaria y llegó a convertirse en el jefe del departamento de psicología conductual en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Nuevo León y con el tiempo también se casó y formó su familia.
La actividad periodística me obligó a empeñarme a fondo, ya que en nuestra naciente facultad no había laboratorios ni las instalaciones adecuadas para salir preparados profesionalmente al mercado de la comunicación, en el sector privado o los medios de comunicación; todo había sido teoría y cero prácticas. Eso obligó a algunos de quienes egresamos a emplear horas de más en los empleos periodísticos, aprendíamos sobre la marcha y en desventaja con quienes ya sabían reportear y redactar, por lo cual también ingresamos a las cofradías de cerveza y tabaco con los compañeros de la vieja guardia periodística, y con líderes y políticos para aprender más del oficio y comprender el vaivén social y político, lo cual nos generó distanciamiento con nuestras parejas. Y ante ello surgieron diversos rompimientos familiares, entre ellos, el mío.
Cierto día, cuando yo me encontraba en una severa crisis emocional por mi asunto de separación matrimonial, me encontré en la calle a Pedro, quien al acercarse me preguntó:
- Hola Eloy, ¿cómo estás?
- ¡De la fregada, Pedro!
- ¿Cómo? ¿Por qué? –me preguntó sorprendido, y en respuesta, afligido le referí en pocas palabras mi situación familiar. Cuando terminé mi respuesta me dijo:
- Mira, de momento llevo prisa, no puedo platicar contigo porque voy a dar clase a la facultad, pero te espero en la noche en la casa para conversar; nos despedimos y a la hora acordada lo fui a visitar.
Esa noche de charla en el patio de su casa, Pedro utilizó todo su conocimiento y capacidad clínica para ayudarme a comprender los hechos, las condiciones y las características sobre mi conflicto, y al final de la plática entró en su casa y salió con un libro en la mano.
- Mira, ten este libro, léelo y cuando lo termines vienes y platicamos otra vez de nuevo.
Al tomar el libro leí su título: El cántaro roto. Le agradecí sus palabras, su tiempo y partí. Al tercer día ya estaba de nuevo tocando a su puerta, se sorprendió de que ya lo hubiera terminado de leer y volvimos a charlar. Al terminar, me dio otro libro más.
Yo me encontraba sumamente abatido a más no poder, mi cabeza era un remolino de conjeturas, ideas, esquemas, incertidumbre, angustias, desesperación, impotencia, y coraje. Mi mente era un caos total. No entendía del todo el porqué mi pareja no me comprendía ni tomaba en cuenta todo el empeño y las horas dedicadas al trabajo y a mi preparación profesional, ni tomaba en cuenta mis esfuerzos por formar un patrimonio familiar, ni la ayuda que le había dado para terminar sus estudios y hacerle su consultorio equipado.
Cuando nos casamos, solos, sin avisarle a nadie, lo único que teníamos eran dos cucharas, dos tenedores, una sartén, dos platos, dos vasos, un jarro, una palangana plástica para lavar los trastes, un baño con tallador para lavar la ropa, una estufa de petróleo con dos quemadores, y un spring de resortes como cama montado sobre cuatro bloques de concreto; un hule espuma de colchón y dos almohadas que ella forró con su máquina de coser, y en un cuarto de azotea rentado por casa. La motocicleta con la cual me accidenté la cambié por una consola, una mesa de cantina con cuatro sillas, un ropero pequeño y una barra de cantina que desarmé y construí dos buros.
Antes de casarnos, hicimos el compromiso de amarnos, terminar nuestras carreras universitarias y ayudarnos mutuamente. Teníamos 25 años de edad y confiábamos en un buen futuro para los dos. En ocho años logré comprar un terreno y construir una casa de dos pisos y ahí mismo le hice su consultorio médico y nacieron nuestras cuatro hijas. Pero las diferencias y reclamos terminaron en golpes, amenazas y separación.
Un día, Pedro me invitó a visitarlo a su departamento en la facultad, para darme otro libro y al entrar al lugar quedé sorprendido. Aquello parecía más bien una veterinaria, porque había un sinnúmero de jaulas donde había animales de especies diferentes. Al ver aquello le pregunté del porqué y el para qué de tantos animales; y me contestó que eran sujetos de investigación conductual a los cuales mediante estímulos se les daba educación. Su respuesta me arrancó la incredulidad.
- Ok, entonces, dime a qué se educó este conejo blanco de castilla.
- A ese se le educó para disparar pistolas.
Y sin decir más, sacó al conejo de la jaula y tras una indicación verbal y un aplauso, el conejo se acercó a una pistola fijada en un tablero y con una pata delantera hizo disparar una pistola de dardos.
Aquella acción me hizo reír al instante.
- Y este perico, ¿qué sabe hacer?
- Ah, ese pedalea una bicicleta en la cuerda floja. Y dicho lo anterior, lo sacó de la jaula, lo sentó en una bicicleta que estaba sobre una cuerda entre dos postes con base, le enseñó una caja de semillas de girasol y en el acto el perico empezó a pedalear la pequeña bicicleta desde un lado al otro. Aquello me arrancó las carcajadas.
Asombrado de aquello, miré una gallina de granja que la veía muy quieta, casi como que pareciera enferma y le pregunté qué sabía hacer aquella gallina.
- Ah, ¡esa baila rocanrol!
- ¡No, cómo crees! De plano no te creo, ¿cómo es que le puede gustar bailar rocanrol?
- Ahora verás que sí es cierto– dijo. Y acto seguido la sacó de su jaula, la colocó sobre una placa de acero, se acercó a una grabadora, pulsó la tecla de play y se escuchó una pieza de rocanrol y en el acto la gallina empezó a brincar de un lado al otro.
Aquella escena me arrancó las carcajadas casi hasta las lágrimas; incrédulo, no creía posible aquella experiencia visual.
- No manches Pedro, ¿cómo le hiciste para educarla?
- En la investigación, uno aplica diferentes métodos que van desde las palabras, los sonidos, el alimento y otros. Lo que funcionó en ella fue la electricidad.
- ¿Cómo, qué tiene que ver en esto la energía eléctrica?
- Pues al no responder a los estímulos aplicados, lo que se hizo fue probar con estímulos eléctricos, es decir, cada que se escuchaba la canción se le aplicaba una descarga eléctrica a la placa y la gallina brincaba, y ese estímulo se repitió una y otra vez, hasta que aprendió que cada vez que escuchara la música de rock tenía que brincar, y así fue como aprendió.
- Chale, pobre animal, ¡pues así cómo no va a aprender!
Y en mi caso, Pedro utilizó cinco pláticas con igual cantidad de libros para hacerme comprender que la separación era la manera más conveniente de cesar los conflictos familiares y evitar seguirnos lastimando uno al otro y perjudicar menos a los hijos de ambos. Al final, tuve que aceptar la cruda realidad de la separación y empezar una nueva vida, y dejar al tiempo y sus circunstancias obrar libremente.
En conclusión, mi querido amigo Pedro logró rescatarme de aquel laberinto de pasiones malsanas y negros presagios, y de amigos, quedamos como dos buenos hermanos. Y yo a la vez, le ayudé en la redacción de varios textos con los cuales deseaba publicar un libro sobre creatividad y atención infantil. Periódicamente nos reuníamos en el patio de su casa para charlar sobre diferentes temas; y al final, Mary, su gentil esposa nos invitaba a la mesa a comer. Antes de despedirme, Pedro me llenaba una bolsa con aguacates de su árbol, o con naranjas o mandarinas de su terreno en Cadereyta.
Hace poco más de un mes, un día cerca de las 9 de la noche recibí una llamada al celular; quien llamaba era Pedro.
- Hola Eloy, ¿cómo estás?
- Bien Pedro, aquí trabajando con mis textos. ¿Y tú, cómo estás?
- Pues aquí estoy en casa, solo, muy solo –me contestó algo entristecido. Aquellas palabras me impactaron y deseando aligerar su estado le contesté que terminando mis afanes lo visitaría el siguiente fin de semana. Y quise charlar más, pero la llamada se cortó. Intenté regresarle la llamada, pero mi llamada no entró, no pude comunicarme. No escuché sonido ni la consabida respuesta automática de… el número que usted marcó está fuera de servicio.
Los días pasaron, las cosas se me complicaron y me tardé en cumplir con la visita pactada.
Hace unas horas, después de hacer una vuelta a Villa de Santiago con mi hermano Jorge para ver la posibilidad de colocar en venta unos cuadros al óleo que acababa de terminar, le pedí que pasáramos a visitar a Pedro en su casa, porque traía ese pendiente atrasado. Al llegar no vi el vehículo de su mujer al frente de la casa y lo llamé por su nombre desde la puerta. El que me contestó de inmediato fue su perro Kimbo, al acercarse ladrando al barandal. Ante los ladridos y mi grito llamando a Pedro, su nuera se asomó para ver quién tocaba y la saludé a lo lejos. Ante esto ella bajó y le pregunté si estaba Pedro. Terminó de bajar la escalera y se acercó al barandal.
- Ay, señor, fíjese que don Pedro ya no está, falleció hace un mes, creo que el día 3 o 4 de septiembre.
La noticia me pulverizó la alegría de verlo, saludarlo y confortarlo.
- Déjeme ver si no está dormida su esposa.
- No, por favor, no la moleste –pero ella no hizo caso, se acercó a la puerta, movió la manija, abrió la puerta y Mary se enderezo.
- Aquí en la puerta está don Eloy, amigo de don Pedro.
Mary salió al dintel de la puerta y me pidió que pasara. Apenado, me acerqué, la saludé y le di mis sentidas condolencias.
- ¿Por qué no me avisaron, Mary?
- No le avisamos a nadie, Eloy; se nos fue Pedro. Ven, pasa, siéntate.
Al entrar, un resplandor a mi derecha llamó mi atención y al verme observar, Mary dijo:
- Mira Eloy, ahí está Pedro –era una vela encendida frente a un retrato de Pedro.
- Vengo con mi hermano Jorge.
- Háblale, que pase también.
Y en pocas palabras nos dio a conocer parte de los detalles de su deceso.
En respuesta, le dije que Pedro me había llamado diciéndome que estaba en casa solo, muy solo.
- Eloy, él no te pudo haber llamado porque no podía, después de la operación ya no pudo mover los brazos ni las piernas, no te pudo haber marcado, estaba inmóvil.
- Pero yo recibí su llamada en el celular, Mary; era él, era su voz, lo escuché muy claro.
Mary me pidió el celular para verificar si su número aparecía registrado por la llamada, pero no lo pudo encontrar.
Al checar también yo el registro de llamadas, su número telefónico no apareció. ¿Cómo fue entonces que pudo llamarme? Sólo Dios y Pedro saben, pero de que recibí su llamada, para mí fue un hecho, porque era él.
Descanse en paz mi querido y estimado Pedro Arredondo Morales. Fue todo un placer y un gran privilegio haberlo conocido y convivido con él desde nuestra juventud en el barrio de la colonia 20 de Noviembre.