OROZCO10082020

Emiliano Zapata
Víctor Orozco

Ciudad Juárez.- El general revolucionario Emiliano Zapata, ajustaría cuarenta años de edad el 8 de agosto de 1919, si no hubiese sido asesinado meses antes. Símbolo de las luchas campesinas en México y de la terquedad en la persecución de una causa: la entrega de la tierra a quien la trabaja, la figura de Zapata cambia de tono, a veces pierde brillo, pero no se achica entre las ubicadas por el genio colectivo en el panteón nacional.

     Las demandas agrarias formaron parte central de las motivaciones que llevaron a miles de personas a iniciar una insurrección durante los últimos meses de 1910 y primeros de 1911 en todo el país. Generalmente estuvieron entretejidas con conflictos políticos electorales locales y desde luego con el fraude perpetrado en las elecciones presidenciales. Los acentos en los reclamos políticos o en las demandas agrarias, fueron diferentes en cada región del territorio nacional, como es lógico suponerse. Sin embargo, fácilmente se puede descubrir un sólido denominador común entre las luchas de los pueblos de Morelos contra las haciendas y las de sus similares en Chihuahua, las dos entidades federativas en las cuales prendió con mayor fuerza la llama revolucionaria desde los primeros años de la revolución. En ambos casos, pueden rastrearse los orígenes de los conflictos sociales en estas disputas por la tierra con todos los distintivos que tendrían hacia 1910, al menos durante la segunda mitad de la centuria anterior. Siempre encontramos a los pueblos agraviados por los cercos cada vez más próximos, a veces cruzando con insolencia por la mitad del caserío y levantados por grandes propietarios ávidos de tierras. Pueden llamarse Anenecuilco o Ayala o San Isidro o Namiquipa, ubicarse en Morelos, Chihuahua o Michoacán, pero cada uno sentía una injusticia similar.

     Este hecho histórico fundamental explica la razón por la que casi todos los grupos revolucionarios tuvieron un programa de reparto de tierras, dando por descontado que no lo alzaron con la misma convicción y que algunos lo usaron como simple recurso político. El orozquismo tuvo el plan de la Empacadora, en el cual se advertían todas las señas de los programas del partido liberal mexicano dirigido por Ricardo Flores Magón; el carrancismo y el villismo más tardíamente expidieron sus propias leyes agrarias en el contexto de la guerra en la cual se enzarzaron. Pero fue el plan de Ayala, proclamado por los zapatistas en noviembre de 1911, el documento que se convirtió en la divisa de las reivindicaciones campesinas. Ello fue así, no sólo por ser el primero que las consignaba expresamente, sino porque sus suscriptores nunca arriaron estas banderas.

     Zapata las sostuvo contra viento y marea, en la cúspide del triunfo, como sucedió cuando sus tropas entraron a la ciudad de México; y también en los sombríos tiempos de la persecución, cuando vio reducido su contingente a unos cuantos guerrilleros. Por defender las tierras de los pueblos se alzó contra la dictadura porfirista y peleó sin transigir nunca contra los gobiernos de Madero, de Victoriano Huerta y de Venustiano Carranza. Sus tropas campesinas mostraron, como ha sucedido en todos los países, la fuerza de una poderosa base social que les permitía hacer la guerra indefinidamente a un enemigo llegado a sus terruños desde el exterior, de suerte tal que en su terreno nunca pudieron ser liquidados. Al mismo tiempo, revelaron la debilidad de todos los ejércitos de este corte, esto es, su dificultad para visualizar en su horizonte el conjunto del panorama nacional e internacional. Dos décadas más tarde, un estratega de fama mundial, Mao Zedong (Mao-Tse-Tung, para quienes han rebasado los cincuenta) comprendió que sólo podía ganar una guerra nacional en un país-continente si lograba combinar el poder de sus bases sociales campesinas, con la posibilidad de movilizarse. Ello lo llevó a emprender, contra los peores augurios, la llamada larga marcha, tenida entre las grandes proezas militares del orbe.

     Los zapatistas no tuvieron un recorrido equivalente, pero soportaron en cambio a una expedición militar tras otra, aferrados a su programa, al cual, salvo un breve respiro cuando las tropas constitucionalistas se dedicaban a combatir al villismo, nunca tuvieron oportunidad de convertirlo en acción de gobierno. Emiliano Zapata no pasó a la historia pues como un constructor del estado mexicano, no formó parte de la clase política, no fundó instituciones públicas, como Benito Juárez, Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles o Lázaro Cárdenas.

     Cavó en contrapartida un profundo surco en la historia de las luchas sociales del pueblo mexicano y por ello su personalidad quedó gravada a fuego en la conciencia colectiva. Hombre de escasa ilustración, tuvo sin embargo el talento y la sensibilidad intelectual para apropiarse de la herencia ideológica del liberalismo social, de allí sus recurrentes alusiones a “las inmortales Leyes de Reforma”. También fue capaz de asumir las aportaciones de periodistas y maestros radicales, opositores a la dictadura. Todo ello le permitió inscribirse en las tendencias más avanzadas de la revolución mexicana.

     Hay quienes se solazan insistiendo en que los mexicanos tenemos una especial y hasta morbosa tendencia a convertir en héroes a protagonistas derrotados, empezando por Cuauhtémoc e incluyendo a Miguel Hidalgo, el padre de la patria. Desde este ángulo, Zapata formaría parte de tal especie de adalides que mal deberían estar entre los arquetipos de un pueblo, demandante sobre todo de figuras triunfadoras. Desde esta idea se ha alimentado una concepción bastante pesimista de nuestra historia y aun degradadora de los mexicanos, como pueblo de pusilánimes y de vencidos. Quienes así razonan, pecan de ignorancia y de simplismo, pues entre los edificadores de cualquier sociedad se encuentran toda clase de personajes: desde los que cimientan con su puro ejemplo, hasta los que montan las grandes organizaciones, como los ejércitos o los gobiernos. Estados Unidos tiene a George Washington y también a John Brown. Cuba a Fidel Castro y a José Martí. De Emiliano Zapata puede afirmarse que es de los segundos. Su mayor contribución para la forja de esta nación, está en su compromiso inalterable con los intereses de los desposeídos. Por otra parte, cuando alguien busque un ejemplo de congruencia y de fidelidad a un ideal, siempre estará disponible su nombre. Ninguna de ambas aportaciones es de poca monta.