Colocar al estudiante en el centro del proceso educativo es una idea, que aunque aparezca vanguardista, es en realidad bastante antigua, pudiendo encontrar antecedentes muy explícitos en la obra de Juan Amós Comenio (1592-1670) “Didáctica Magna”, publicada en 1630, en la cual inicialmente realiza una crítica a la escuela tradicional, la cual se basaba en la repetición y memorización de contenidos religiosos de manera dogmática, sin comprensión de lo que se estaba aprendiendo; y sobre todo, sin considerar los intereses y características de los niños o discípulos. Esta crítica Comenio la retoma de las que ya había realizado el reformador religioso Martín Lutero(1) cien años antes, en 1525, quien pugnaba porque se establecieran más escuelas debido a que, como consecuencia del cierre de monasterios por la Reforma Protestante, se cancelaron también las funciones de enseñanza que éstas realizaban hacia la población de niños y jóvenes. Las nuevas escuelas de las que hablaba Lutero deberían dirigirse por un método para que los estudios fueran atractivos para los alumnos; y que incluso los hiciera disfrutar de los estudios, de la misma forma que disfrutaban sus juegos.
Evidentemente Comenio expone desde ese tiempo el principio de la didáctica, consistente en dirigir el aprendizaje, ubicando al estudiante en el lugar principal del proceso educativo, pero la práctica continuó sin considerar los principios didácticos, manteniendo el contenido como el centro de los objetivos educativos. En este sentido, la apropiación de los contenidos por parte del estudiante a través de la acción del maestro, ha resultado mucho
más importante que hacer que la escuela se convierta en un lugar atractivo, o parecido a los juegos, para que los estudiantes lo disfruten, siguiendo sus intereses.
Tanto la educación básica como la superior, tienen fines claros, en cuanto a lo que se pretende desde la integración de los individuos a la vida social, en las primeras fases educativas, hasta la formación de profesionistas e investigadores en las etapas superiores, por lo que los ambientes pedagógicos y las estrategias didácticas tienen que pasar a segundo plano, aunque en el discurso educativo aparezcan invertidos: primero la atención al estudiante y después los fines funcionales.
La causa para invertir las posturas se debe, entre otras, a que el discurso pedagógico resulta mucho más consistente si se centra en el estudiante, que si se sustentara en las exigencias de evaluaciones o búsqueda de empleo; sin embargo, la práctica sigue siendo la misma que se hacía en la época de Comenio; desde luego que ambientada por medios informáticos y equipamiento escolar adecuado. Por otro lado, también podemos encontrar instituciones educativas que se distinguen por su alta exigencia para con sus estudiantes, quienes evidentemente no se encuentran en el centro del proceso, pero en cambio ofrecen reconocimientos sociales y hasta aseguran un futuro exitoso.
A pesar de todos los principios pedagógicos a los que se pueda aludir y a las frases publicitarias de instituciones educativas, por más atractivas que se presenten, se debe reconocer un principio fundamental en la enseñanza: que los niños y jóvenes son sujetos educativos con sus propias características e intereses, los cuales son diferentes a los que tienen lo profesores. Los niños y jóvenes, antes que ser estudiantes o discípulos, son precisamente niños y jóvenes; lo cual, a pesar de su evidencia, es muy difícil llevar efectivamente a la práctica, hasta el punto de pensar que lo que es un asunto importante, o quizá un juego para los adultos, puede no serlo para los niños. Este problema fue expuesto brillantemente por Jean Jacques Rousseau (1712-1779) en su obra Emilio o de la Educación, publicada en 1762, de la cual podemos extraer el relato cuando trata de enseñar a Emilio ciertos principios de la química a través de una “docta explicación”, obteniendo solo la indiferencia del discípulo, por lo que recurre a un ejemplo práctico, que consistía en demostrar que un vino aparentemente dulce y agradable puede estar adulterado químicamente con una sustancia llamada almártaga, que contiene plomo y es nocivo para la salud, por lo que como educador debía enseñar los principios de la química y a su vez enseñar a apreciar un buen vino puro; pero al experimentar el sabor de uno puro y otro endulzado, Emilio no encuentra la diferencia y menos puede comprender la reacción química, por lo que la enseñanza resultó inútil. El mismo Rousseau lo relata del siguiente modo: Estaba yo muy contento con mi ejemplo, y, sin embargo, noté que no le había causado impresión al niño. Necesité algún tiempo para darme cuenta de que había hecho una tontería, ya que, además de que era imposible que un niño de doce años pudiera seguir mi explicación, en su entendimiento no se sabía explicar la utilidad de esta experiencia.
¿Por qué esta experiencia de enseñanza del educador más distinguido no tuvo el efecto deseado? Hay que aclarar que realmente no es una experiencia llevada a la práctica, sino que es parte de una obra pedagógica que se enfoca en la crianza de un niño, por lo que el autor la utiliza para ilustrar una situación: los estudiantes o discípulos son ante todo niños o jóvenes, con sus características e intereses propios; y quien no tome esto en cuenta (ya sean personas, instituciones o gobiernos) como la base de cualquier educación, está destinado a fracasar; y cuanto mucho solo obtendrá la memorización de contenidos en su forma más simple. Esto último les parecerá que es educación, pero para fines humanos y sociales, está muy lejos de serlo.
Nota
1) La referencia que hace Comenio acerca de Lutero, la establece en 1525, pero en la revisión bibliográfica realizada, la “Exhortación para que se Construyan Escuelas” se fecha en 1523, en la carta dirigida A los magistrados de todas las ciudades alemanas, para que construyan y mantengan escuelas cristianas. Esta carta se encuentra en las Obras Completas (2006) publicadas por Ediciones Sígueme, Salamanca.