Monterrey.- Todos los escritores pertenecemos a nuestro tiempo y nuestra obra se integra en automático a la producción literaria de la época. Por ello, ningún autor puede ser negado, aunque sí rechazado, menospreciado o marginado. Esto le ha ocurrido a Sergio Cordero (Guadalajara, Jal., 1961) en Nuevo León.
Su vasta obra de veintidós libros, en los que ha diversificado su creatividad (poesía, cuento, novela, teatro, ensayo, guion y aforismo) y su amplia labor como crítico, teórico, traductor, editor, maestro, tallerista, dictaminador, asesor, prologador y fundador de revistas (Efímera, A Máquina) no ha sido suficiente para obtener la aprobación general en sus casi cuarenta años regiomontanos.
Pocos reconocemos su estilo preciso, brillante, algo cáustico y desencantado, elaborado no con una pluma, sino con un bisturí, anteponiendo siempre su sentido crítico a cualquier circunstancia ajena al texto o libro analizado; y sobre todo, reacio a alabar gratuitamente por quedar bien, o porque sea políticamente correcto.
Esto último ha sido una de las causas de que Sergio sea rechazado o marginado, pero yo considero que hay otra razón más fuerte e indignante: la ignorancia.
Es decir, Sergio se ha empeñado en que seamos mejores escritores, señalando nuestra falta de oficio o preparación, cultura literaria e inmadurez.
También que la mayoría de los autores se preocupa más por su imagen e incrementar su currículum, y menos por su obra.
Entre otras quejas de Sergio están: que los autores no siempre pueden explicar sus textos (o por qué los hicieron), que muchas veces son incomprensibles intencionalmente, para generar una admiración basada en el desconcierto.
Además de que: “Otros piensan que basta con ser rebuscados, retorcer la sintaxis, eliminar la puntuación y las mayúsculas (éstos usan el “vanguardismo” para disfrazar que reprobaron en Gramática), poner rimas a diestra y siniestra, salpicar el texto de malas palabras, aludir explícitamente al sexo o a otras funciones corporales; o por el contrario, saturar el texto de abstracciones (palabras como “vacío”, “infinito”, “eternidad”, “ausencia”, etcétera); o hacer juegos de palabras (como en este poemínimo de Efraín Huerta, quien así se burla de la poesía de Octavio Paz y sus imitadores: “Creer / Crear / Croar” («¿Sabemos leer poesía?», cap. 1, p. 19).
¿Certero y tajante, verdad? Pero nuestro ego tiene la piel demasiado fina y todas las opiniones adversas las consideramos ofensas y, en el peor de los casos, ataques personales.
Por eso casi nadie habla de Sergio y un velo de mudez parece cernirse sobre su excepcional obra, una obra concebida con severo rigor intelectual y que debería ser ampliamente discutida y celebrada. Sin embargo, conociéndolo, sé que semejantes avatares del entorno no afectarán las sólidas estructuras de su fortaleza mental, ni el destino inexorable de su pluma: “no cohabitamos / cohabitan solas / nuestras soledades” (poema «Fragmentos de un decurso amoroso», parte 6).
Sergio seguirá navegando en la posteridad de sus portentosos libros, a diferencia de otros cuyos libros no navegan.
Por cierto, hay personas que me recuerdan poemas y poemas que me recuerdan a personas. A Sergio siempre lo identifico con este verso de José Gorostiza:
“¡Oh inteligencia, soledad en llamas” («Muerte sin fin», 1939).
Si preferimos seguir viviendo en la ficción, repudiando el baño de realidad que nos propone Sergio, el tiempo nos lo cobrará caro, con una buena dotación de olvido para nuestra obra; y entonces sólo seremos recordados por todas las palabras que no escribimos.
* Foto tomada por Sara Valeria Cordero Quiroz.