Ciudad Victoria.- Indiscutiblemente el nombre de Manuel Payno está inscrito entre los más destacados escritores mexicanos de todos los tiempos, quien pudo reflejar toda una época clave de nuestro país, durante el convulso siglo XIX, teñido éste de múltiples facetas y aromas de una sociedad en intensa ebullición, como así lo dejó plasmado en su obra ya clásica: “Los bandidos del Río Frío”, o “El fistol del diablo”.
Pero también Payno fue un político, liberal moderado, y burócrata del ministerio de Hacienda, que lo hizo acudir en 1839 a la ciudad de Matamoros, donde ocupó el cargo de oficial sexto de la aduana marítima, por entonces a cargo de Manuel Piña y Cuevas, un rico hacendado pulquero de los Llanos de Apan, que se involucró como funcionario del ministerio de Hacienda, del que llegó a ser su titular.
En su viaje a Matamoros, Payno solicitó al presidente Anastasio Bustamante –con quien estaba emparentado–, un adelanto a su sueldo para poder hacer el viaje desde la ciudad de México hasta lo que era entonces una región muy remota desde el centro del país, realizando un viaje en el que se hizo acompañar por Guillermo Prieto y Ramón I. Alcaraz, dos jóvenes escritores con, miembros todo de una generación de intelectuales mexicanos, que más tarde escribirían a varias manos el libro testimonial “Apuntes para la Guerra entre México y Estados Unidos”, publicada casi al término del conflicto, en donde se relatan con gran detalle los sucesos iniciales de la confrontación, como las batallas de Palo Alto, la Resaca de la Palma y la ocupación de Matamoros, un escenario que conocieron personalmente dichos autores.
Matamoros en esa época vivía los tiempos de una “frontera indefinida”, es decir, Texas, independiente desde 1836, reclamaba la margen izquierda del río Bravo como su frontera, por lo que se experimentaba una tensión de permanente conflicto. De ahí que en la ciudad estuviera estacionado buena parte de los efectivos del Ejército del Norte, cuya misión era, eventualmente, iniciar la ofensiva para la recuperación de aquella provincia infidente, a la que en ningún momento México le reconoció su soberanía.
Y fue aquí donde Payno se vinculó con el general Mariano Arista, comandante en jefe de dicho ejército, quien acababa de negociar la pacificación de la frontera, tras la reciente rebelión federalista encabezada por el licenciado Antonio Canales Rosillo y Jesús Cárdenas. Arista invitó a que Payno fuera su secretario particular, y a quien otorgó el rango de teniente coronel, sin saber nada de armas y solo de contabilidad; eso, si, con un desempeño de gran honestidad en su desempeño en la aduana.
Incluso el contrabando, la corrupción aduanal y los excesos del ejército hicieron que Payno considerara que en Matamoros debían desarrollarse instituciones educativas robustas, a fin de coadyuvar a minimizar esos males que afectaban el ambiente social que aquí imperaba. Por tanto propuso el establecimiento de escuelas dominicales de niños y adultos, como lo expuso en 1843 las páginas del periódico local “El Látigo de Texas”, pero que fue desechado “por quimérico y perjudicial”.
De su experiencia en recorrer el norte de Tamaulipas y otras partes del noreste, en un momento en que se vivía una frontera indefinida en Texas, resultó una serie de artículos que hizo publicar en el periódico capitalino “El Siglo XIX” en 1842, cuyos testimonios son de gran riqueza, porque reflejan de manera muy viva el pulso de su sociedad. Por tanto, dejaremos que el propio Payno nos conduzca a través de una serie de impresiones sobre la vida cotidiana que se experimentaba en la joven comunidad del puerto de Matamoros. De su población en general señaló:
“Sea como fuere, la población de Matamoros puede hoy llegar a diez mil habitantes, de los
cuales unos son de las villas del interior de los Departamentos de Tamaulipas, Nuevo León
y Coahuila, muy pocos de los de S. Luis, Zacatecas o México, y el resto, irlandeses, franceses,
españoles, norteamericanos e italianos”.
Sobre las costumbres de sus habitantes tuvo varias y diversas opiniones, entre las que puso de relieve el papel de las mujeres:
“El carácter de la población en general es indolente y perezosa, debido quizá a lo extremoso del
temperamento. Con todo, las mujeres son más dedicadas al trabajo, pues los ocios que les dejan
sus poquísimos quehaceres domésticos los emplean en tejer jorongos, costalitos, cojines,
alfombras de lana y servilletas, imitando los encajes y blondas extranjeras. En este único ramo
de industria adquieren notable perfección, y muchas de las obras mencionadas son conducidas
y admiradas en los Estados Unidos”.
Romántico como lo era, Payno abundó sus notas acerca de las damas matamorenses, subrayando su natural fisonomía y sus costumbres muy propias:
“Las mujeres en general son extremadamente blancas, de ojos y cabello negro, de formas mórbidas,
y disfrutan de robusta salud. Su trato parece áspero e incivil en los principios; pero después se
descubre una rústica amabilidad que recuerda las épocas de candor y primitiva sencillez de los
pueblos nuevos y exentos del barniz aparente de las sociedades más civilizadas. En lo general
tienen fama de rudas y poco sociables; pero yo observé por el contrario que poseen talento natural
y agudo, a pesar de no haber visto otra cosa en el mundo que el recinto de su modesta habitación.
Todas visten túnico y calzan zapatos, y ambas cosas por lo regular son azules; no obstante, cuando
se presentan a un baile, se las ve adornadas con trajes y calzados de seda, y ataviadas con todo el
gusto que puede ser posible en una población donde afortunadamente llegan de tarde en tarde las
estampas del petit courrier des dames”.
Oriundo de la ciudad de México, donde se observaban abigarrados paisajes sociales en los barrios paupérrimos de la capital, Payno no dejó de sorprenderse del estilo de vida que se experimentaba en Matamoros, aún para las clases bajas, algo que para la época era insólito de concebir en el centro y sur del país:
“Dos cosas llaman la atención del mexicano: la primera es no encontrar ese último residuo de la
sociedad que se llama plebe, porque todos los hombres, ricos y pobres, propietarios y jornaleros,
están vestidos con su pantalón de satinete (sic.), chaqueta de lienzo, sombrero tendido o jarano
y botas o zapatos de gamuza: tienen poco más o menos la misma educación, comen los mismos
alimentos, son blancos, bien hechos y de formas robustas; y no se distinguen unos de otros por
los vicios groseros que degradan a los que en las poblaciones del interior se llaman léperos; y la
segunda es observar en un jacal desvencijado con piso de tierra, una elegante cama de caoba, un
espejo de cuerpo entero, y muchas veces hasta floreros y candelabros. Aquí las clases y sus
costumbres están divididas y marcadas, allí la vecindad con los Estados Unidos ha introducido
la civilización, más de golpe, y por lo tanto se hace más notable el contraste”.
Sobre la alimentación de los habitantes del norte de Tamaulipas, Payno encontró costumbres que curiosamente, por cierto, poco han variado hasta nuestros días, lo que nos habla de toda una forma de vida, resultado en gran parte de una economía ganadera fuertemente enraizada, así como por las condiciones medio ambientales que poco permitían la proliferación y diversidad de cultivos agrícolas, lo mismo que las propias limitaciones de una cultura culinaria. Así lo expresó el escritor:
“Los alimentos de más uso se reducen a carne de res asada a fuego lento y café o té endulzado
con piloncillo, del cual se introducen grandes cantidades de Linares, [Monte] Morelos y otros
puntos cercanos donde se cultiva la caña. Las cercanías de Matamoros son áridas, y no producen
en clase de fruta más que la sandía y el melón, de muy buena calidad y en tanta abundancia, que
casi forma en los meses de abril, mayo y junio, parte del alimento cotidiano de los naturales. En
algunas épocas del año se suelen ver en el mercado nueces traídas de las orillas del río de este
nombre [el lindero con Texas], uvas de Parras y el Saltillo, y plátanos, mangos y cocos de Tampico
o Tabasco [traídos por cabotaje]. Las legumbres fructifican muy bien con las lluvias menudas y
constantes del invierno, pues en el verano el excesivo calor de la tierra y los fuertes ventarrones
del Sudeste las arruinan”.
Respecto a los hábitos religiosos de la sociedad en Matamos, Payno tampoco dejó de percibir el poco apego de sus habitantes a estar sujetos a los dictados de la iglesia, algo que igualmente era completamente contrastante con lo que ocurría en extensas regiones del México nuclear. Costumbre que por cierto permaneció y aún se refleja en gran medida hasta nuestros días:
“En cuanto a religión puede decirse que no la conocen ni tienen la más leve idea del evangelio […]
Solo los domingos dice misa el cura, y concurre muy poca gente, y no carece de razón, porque a la
verdad, ver que en medio de la ceremonia augusta y sublime se voltee el sacerdote revestido de
casulla a reñir con palabras broncas y descompasadas a los circunstantes, es cosa que más bien
excita risa, que no la sagrada unción y severidad de que están revestidas las ceremonias de la
Iglesia católica. Las rentas del curato son pingües pero el pastor ha olvidado su rebaño, y éste se
halla enteramente desprovisto de pasto y asistencia espiritual. Si por fortuna el Ilustrísimo Sr.
Arzobispo o el vicario de Monterrey [Tamaulipas era entonces jurisdicción del obispado de Nuevo
León], leyeren el [periódico] Siglo XIX, les ruego encarecidamente fijen su atención sobre estas
letras. Sin embargo de este abandono, los pueblos de la frontera tienen las más brillantes
disposiciones para recibir con provecho las impresiones religiosas, y en su carácter naturalmente
moral se observan las reliquias de la sencillez de las costumbres de todo pueblo virgen. Mientras
residí en Matamoros, no vi jamás un nativo del país ebrio y tirado por las calles. Son sobrios en la
bebida, recogidos en sus casas, y pocas veces dan un escándalo notable. Sea esto dicho en
obsequio de la justicia y merecida alabanza de unas gentes de las cuales recibí los más benévolos
testimonios de amistad”.
Por ahora llegaremos hasta aquí en las líneas dedicadas a Manuel Payno. Más tarde continuaremos en estas mismas páginas digitales reseñando otras aportaciones testimoniales hechas por este gran escritor mexicano sobre Matamoros y la región del noreste, como la propia capital de Nuevo León, Monterrey, en una delicia literaria.