Monterrey.- Ningún individuo o grupo ha podido ni puede desplegar la capacidad de terrorismo que la entidad que conocemos como Estado. La mayoría de esas entidades ha institucionalizado aparatos destinados a perseguir y castigar, bien a la población bajo su autoridad con propósitos de control social, bien a la existencia social o a la organización social de otros estados declarados enemigos, mediante métodos terroristas. España creó la Santa Inquisición para infligir prisión, tortura y muerte a los árabes por motivos religiosos (herética pravedad) y a los judíos o judaizantes, por la misma razón a la que se sumaba practicar la usura. La Francia revolucionaria creó el Comité de Salvación Pública, que juzgó y mandó a la guillotina a los individuos contrarios a la revolución y al pago de impuestos. La Alemania nazi creó los campos de concentración para eliminar masivamente a los judíos acusándolos de raza peligrosa.
En los ejemplos señalados se columbra la idea de delito, idea que el único que la jerarquiza e institucionaliza es el Estado. Vale decir, el o los más fuertes dentro de cierto perímetro social. En el siglo XX, donde son exterminados masivamente los reos de delitos étnicos (los judíos, sobre todo) o ideológicos (contrarrevolucionarios, bajo el régimen estalinista sospechado por algunos de no haber tenido un pelo de socialista, o comunistas, bajo el régimen capitalista sospechado de no tener un pelo de democrático), la idea de delito sobrevuela toda consideración jurídica desde el ámbito penal.
Los delincuentes son sujetos cuya existencia, hechos o ideas contravienen ideología, objetivos políticos y sociales de la élite que domina una sociedad bajo la figura del Estado. Que se apeguen o no a las normas de esa élite, finalmente carece de significado.
Algunos estados han sistematizado el terror mediante métodos institucionales o criminales: los ton tons macoutes haitianos, los escuadrones de la muerte guatemaltecos, los milicos argentinos o chilenos. Y también a través de tribunales especiales, como el Comité de Actividades Antiamericanas promovido por el senador Joseph McCarthy, que tuvo una singular repercusión en la industria cinematográfica de Estados Unidos (persecución, delaciones, juicios contra escritores y autores preconcebidos como comunistas). Los cuerpos de inteligencia (Gestapo, KGB, FBI y CIA) han dejado una impronta terrorista que no debe olvidarse.
No por nada, algunas de las obras filosóficas, periodísticas y literarias de mejor factura han implicado al Estado, en diferentes países, y no a grupos o individuos, como responsables de inicuos actos terroristas: Tiempo de canallas, de Lillian Helmann; Escribir después de Auschwitz, de Günter Grass; Reportaje al pie de la horca, de Julius Fucíc; Los muros de agua, de José Revueltas; Los secuestrados de Altona, de Jean-Paul Sartre; El Emperador, de Ryszard Kapuscinski; Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn; 1984, de George Orwell; Vigilar y castigar, de Michel Foucault; Nunca más (el informe argentino de la Comisión Nacional de Desaparición de Personas), con prólogo de Ernesto Sábato; La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa.
Sin embargo, en el Diccionario Unesco de ciencias sociales, por ejemplo, al terrorismo se lo vincula, vagamente, con la violencia, el extremismo, la guerra urbana, el homicidio y dentro de los problemas sociales.
La definición del concepto en el Diccionario de la lengua española es más preciso. En su entrada inicial lo define como “dominación por el terror”, algo que ya había previsto Hobbes, el teórico del Estado que influyó en la concepción que de este fenómeno se hicieron los filósofos de la Ilustración y que es, hasta nuestros días, la que prevalece en la enseñanza del derecho y las ciencias sociales y políticas. Y en su última entrada dice del terrorismo que “consiste en llevar a cabo delitos graves con la finalidad de subvertir gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas o de las estructuras económicas o sociales del Estado, u obligar a los poderes públicos a realizar un acto o abstenerse de hacerlo, alterar gravemente la paz pública, desestabilizar gravemente el funcionamiento de una organización internacional, o provocar un estado de terror en la población o en parte de ella”.
La guerra, que supuestamente va dirigida sólo a destruir blancos militares, es el gran pretexto para ocultar el terrorismo del Estado, a pesar de ser una evidencia que nos abofetea una y otra vez, sobre todo desde las dos grandes guerras del siglo XX, y de las que amenazan con repetir sus efectos con mayor fuerza en el siglo XXI.
Por de pronto, y para que la paradoja no quede exenta, Israel, cuya masacre del pueblo palestino salpica a los judíos dispersos por todo el mundo, resulta ahora el Estado terrorista por excelencia. Las víctimas se convierten en victimarios, en criminales responsables de genocidio, con la coparticipación de EU y, salvo el de pocos, con el encubrimiento, interesado o cobarde de los países de Occidente.