Monterrey.- En los cambios de administraciones se da un fenómeno extraordinario. Quien termina el mandato conocerá el sabor del descredito. Cada uno de sus colaboradores con dificultad, salvo excepciones, son reciclados en puestos de primera línea. Felipe Calderón entregó un país ensangrentado a Enrique Peña Nieto. La división de los neopanistas y la antigua cúpula, responsabilizaron su trabajo de presidente cuestionado.
No necesitó exiliarse. Desde el interior de su alma, la abrupta ruptura de conciencia. Sus acusadores lo relacionaron con la dipsomanía. Embrutecido por la ingesta etílica. Felipe discutió con todos los allegados. Su grupo al interior del PAN lo desplazó alguien más astuto, joven y con menos prejuicios al momento de tranzar.
Ricardo Anaya desbarató las concesiones de los Calderón Zavala. Hasta el punto de orillar a la consorte del ex presidente a renunciar a su militancia partidista.
Felipe Calderón y Margarita Zavala intentaron recursos desesperados al final del trayecto de Enrique Peña Nieto, para colocar como candidata a Margarita.
No les fue posible. En su amargura, de frente al futuro, la sombra negra del popular líder tabasqueño, a quien no le permitieron la certeza de una elección decorosa en el 2006. Ahora les toca pagar, doce años más tarde, el agravio. Los procesos criminales de la colusión de sus socios. Esa palizada no la van a poder sacudir.