PEREZ17102022

Gilberto Owen, enemigo de las solemnidades
Ernesto Hernández Norzagaray

Todo lo que vive está condenado al tiempo.
Lo que está puede ser eterno,
pero entonces se llama caos, y no es, no vive.


Mazatlán.- Debió ocurrir a principios de los años veinte en una tarde cualquiera, cuando en el Café América, ubicado sobre la calle Argentina, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, estaba en curso una tertulia literaria que reunía a poetas y escritores consagrados y noveles.

Entre ellos se encontraban los jóvenes Gilberto Owen y Jorge Cuesta, poetas a los que José Joaquín Blanco, gran ensayista literario, los describe como tímidos, incapaces de buscar protagonismo y solaz escuchaban al resto de los contertulios con sus cantos de aire modernista.

En eso estaban cuando llegó Xavier Villaurrutia y atrajo la atención de todos. Villaurrutia era una figura poética consagrada. Él, después de saludar, se dirigió a Gilberto y a Jorge, a los que saludó con sincera simpatía. Ocurrió, quizá, lo de siempre entre poetas: ¿vienes seguido al Café?... La relación hizo clic inmediatamente y se habría de tejer entre ellos una relación intelectual duradera y entrañable.

En ese entonces ya estaba en circulación la revista del llamado grupo Contemporáneos y Villaurrutia era una figura destacada de esa publicación vanguardista, donde confluían personajes como Alfonso Reyes, Luisa Luisi, Dorothy Schons, José y Celestino Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Salvador Novo, Bernardo Ortiz de Montellano, Enrique González Rojo, Carlos Pellicer, Elías Gudino, Jorge Cuesta y los sinaloenses Gilberto Owen y Bernardo Gastélum.

No hay que esforzarse mucho para comprender que en ese entonces el país estaba inmerso en una atmósfera crítica por la infinidad de caudillos militares en todos los rincones del territorio nacional, con su secuela de traiciones y asesinatos políticos.

La bandera ideológica, sin duda, era el nacionalismo del que todos los generales vencedores reconocían como legítimos propietarios. Y así se generó lo que fue conocido como la literatura de la revolución, con Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Rafael Muñoz o José Rubén Romero como sus pilares. En contraposición de esta postura literaria, había surgido en 1922 el movimiento estridentista, que se inspiraba en el combate al movimiento modernista y tenía como principal pilar intelectual al nicaragüense Rubén Darío y en México, al entonces, recién fallecido, Amado Nervo, que dicho de paso había traído esas alforjas a Mazatlán, donde vivió a principios de la década de los noventa del siglo XIX.

Y este movimiento cultural rápidamente sumó adeptos en un sector de la élite intelectual. Se dice que se formaron dos corrientes de esta vanguardia: la hiperartística, que buscaba la poesía pura; y la hipervital, comprometida con plasmar la vida neorromántica.

El llamado grupo de Los Contemporáneos se adhirió en la hiperartística, que en términos prácticos llevó a la autodefinición como “grupo de soledades”, “grupo sin grupos”, “grupo de amigos”; sólo unidos por el “rigor artístico como manera de alcanzar la pureza poética”.

Esta postura en esos tiempos les ganó el calificativo de “extranjerizantes”, ajenos a la realidad convulsa que se vivía en el país de los generales. Pero en realidad aquello era un respiro de contraste, similar a lo que ocurrió justo en esos años en la naciente URSS, donde el debate se centró entre los exponentes de la llamada “literatura revolucionaria” y “la literatura de la revolución”.

Es decir, por un lado, estaba la rica tradición literaria que venía de los grandes escritores rusos del siglo XIX, donde destacan figuras como León Tolstoi y Fiodor Dostoievski, entre otros, donde efectivamente habían cambiado los temas y la forma de escribir; mientras en la otra corriente estaban los escritores comprometidos con el ideario social y político de la revolución soviética.

Si había que ponerlo en términos de contraste, están los poetas Serguéi Esenin versus Vladimir Mayakovsky; y escritores del tamaño de Isaac Babel versus Nikolái Ostrovsky; que en América Latina alcanzó ideológicamente al poeta chileno Pablo Neruda, que dedica unos poemas a José Stalin, pero no a quien simpatizó con los republicanos de la guerra civil española: el poeta Octavio Paz.

Afortunadamente está polarización en México no devino en las purgas intelectuales que sacudieron la naciente Patria del Socialismo y muchos de ellos murieron en abandono en Siberia. Y muchos de nuestros intelectuales harían carrera en el servicio público, especialmente en el exterior. Uno de ellos fue Gilberto Owen, quien hizo una carrera diplomática en los Estados Unidos, incluso allá moriría, en esta suerte de autoexilio en Filadelfia, donde escribiría buena parte de su obra.

Owen, como se sabe, nació en Rosario, Sinaloa, y muy joven partió a la ciudad de México; pero dejó poemas que delatan aquella máxima psicoanalítica: infancia es destino. En su obra hay constantemente una referencia al mar, que lo remite a la costa sinaloense. A sus viajes que seguramente hacia con sus padres a las playas del Caimanero, en el municipio de Rosario, o a las del puerto de Mazatlán.

Ahí está como ejemplo este fragmento de su poema Al Espejo:

“Yo, en alta mar de cielo estrenando mi cárcel de jamases y siempres. Dentro de ti, la casa, sus palmeras, su playa, el mal agüero de los pavos reales, jaibas bibliopiratas que amueblan sus guaridas con mis versos, y al fondo el amarillo amargo mar de Mazatlán por el que soplan ráfagas de nombres. Mas si gritan el mío responden muchos rostros que yo no conocía o que borró una esponja calada de minutos, como el de ese párvulo que esta noche se siente solo e íntimo y que suele llorar ante el retrato de un gambusino rubio que se quemó en rosales de sangre al mediodía”.

Alí Chumacero, el gran poeta nayarita, ya fallecido, escribió el prólogo a las obras completas de Owen, que publicó el FCE en 1979 y rescató un fragmento refiriéndose al rosarense con pesar:

“En las letras mexicanas, su nombre figura con el eficaz relieve para mirar en él uno de nuestros más legítimos poetas. Fue necesaria su ausencia para que, alejándola del olvido, reflexionáramos acerca de su obra literaria e hiciéramos verdad un íntimo deseo suyo que consistió en saberse conocido solamente después de no existir entre los mortales. No sin cierto sarcasmo, él señalaba un día, un marte 13,

en que sabrán mi vida por mi muerte”.

Enhorabuena que un grupo de poetas, escritores y promotores culturales mazatlecos estén comprometidos para traer sus restos a la tierra que vio nacer al poeta más universal que ha dado el estado; y más allá de sus cenizas, que su poesía se lea por las nuevas generaciones de sinaloenses.